Te cuento un cuento / En algún lugar

Había una vez un pequeño, lejano y hermoso país, que se encontraba allá, muy cerca donde nace el sol. Desde su fundación su creador tuvo la maravillosa idea de hacer el lugar más bello en el mundo, donde todos los rincones serían construidos pensados a futuro desde su origen: magnos en tamaño y con el fin último de ser un deleite a la vista.

-¡Una obra de arte!- exclamó con euforia aquel primer gobernante sabio e inteligente.

Pues bien, cientos de años, de hecho un milenio después, aquel lugar era extremadamente majestuoso; todo el país, que en realidad no era muy grande, no como dos países juntos, pero si como uno mediano y un tercio más (las matemáticas son complicadas a veces), pero a lo mejor era más grande que pequeño ¡no lo sé! Lo que sí estoy segura es que cuando el país era visitado, su encanto resultaba arrobador, tan impresionante que el tamaño se convertía en un hecho irrelevante.

Durante los muchos años y generaciones de reyes subsecuentes a aquél primero, todos sin faltar alguno, todos ellos, cumplieron a pie juntillas su deseo y obedecieron sus normas y leyes que quedaron establecidas en la constitución que regía al pueblo; también cumplieron su voluntad, voluntad que estableció en su testamento y que en algunas de las tantas clausulas estipuló que la belleza de su descendencia debía ser asunto no de primera importancia sino que asunto de estado para la elección de los consortes de los herederos a la corona, para que estuvieran a tono con el paisaje que imperaría en todo el territorio. Una generación tras otra se elegía de todos los habitantes del reino a la persona más hermosa para desposar, desde luego, tomando en cuenta los cánones de belleza que regían la moda en ese momento. Vale decir que la belleza es absolutamente un asunto subjetivo.

En fin, en este paraíso terrenal nació la princesa más hermosa que haya existido jamás en la tierra, criatura más bella no había visto antes ojo humano alguno; su belleza legendaria rebasó los límites del territorio que el turismo se incrementó, las personas deseaban conocer o al menos ver de lejos a la princesa que parecía que sólo podía existir en los cuentos. No hubo una persona que regresara decepcionado, al contrario, la realidad sobrepasaba por mucho las expectativas de cualquiera, aún del más exigente.

Ana poseía ojos deslumbrantes de relámpago en la oscuridad, su cabellera caía en cascada sobre su agraciada figura, sus menudos pies se deslizaban sobre el suelo, su sonrisa discreta iluminaba como el sol aún el lugar más sombrío. Asombrosamente Ana creció en belleza, en estatura y en conocimiento, rodeada siempre de institutrices, maestros, preceptores, tutores y guías que satisfacían la curiosidad de la joven, pero también creció rodeada de quienes alimentaban su ego, su vanidad y su soberbia, aquellos que no se cansaban en declararle su admiración no por lo que sabía, sino exclusivamente por su belleza, como si tal cosa fuera un logro personal.

El futuro para aquel país era prometedor, todo los elementos se habían conjugado perfectamente, hasta aquel día en que la bella Ana recorría las calles de la ciudad y preguntó a sus acompañantes quienes eran aquellas personas que no vestían como ella, que no lucían como ella, que no lucían como las personas que acostumbraba tratar.

-¡No son nadie!- estas fueron las palabras que recibió como respuesta.

Estas palabras cambiarían el destino del país más hermoso que existiera en la tierra; fueron las palabras que condenaron a la terrible catástrofe a aquellas tierras de ensueño.

Autor: María Elodia Zurita Argáez

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