Era un hombre himperlongui, adistanqui, empirato, alpicado y asalibatado, caminaba sin parar, a donde el camino lo llevara, no tenía destino ni meta y ya no recordaba el lugar exacto en cual dio su primeros pasos, pero no le preocupaba, ni intentaba volver a él, su caminata infinita no le daba tiempo de reparar en detalles ni minucias; cuando se cansaba se elevaba por los aires, flotaba a las estrellas, saltaba entre las nubes y cuando el sol le quemaba se refugiaba entre los árboles y allí hablaba con las aves y a veces peleaba con los monos en la copa de los árboles.
Odiaba quedarse dormido, porque muchas veces se había quedado dormido sobre las ramas y cuando roncaba como locomotora destemplada las aves se enojaban, le reclamaban y lo corrían con trinos y aletazos, entonces se iba triste, achicopalado, apachurrado y abigarrado o aburrugado o algo así, esto sin contar los incontables somatones que se había dado al caer en caída libre y a toda velocidad, se estampaba contra el suelo, despertaba espantado, desarmado, destartalado, desabarragado y adolicatado, después se reía de su desventura y continuaba su marcha infinita.
Guardaba en su memoria fotografías de los lugares más bellos, como detestaba la tecnología que se rehusaba a conocer, prefería guardar en archivos de su memoria las imágenes de los momentos más increíbles que había visto; como casi nunca se cansaba de caminar casi no las veía, pero si de repente un día sentía nostalgia de alguna emoción que había vivido, cerraba sus ojos, aunque le gustaba mantener sus ojos abiertos aun cuando dormía, le decía al viento (¿ya te dije que hablaba con el viento?) que no quería perder ni un detalle de lo que a su alrededor sucedía (yo creo que no pasaba mucho alrededor, pero él se imaginaba que sí), decía que la vida se le iría y por eso quería llenar sus ojos de todo cuanto a su entorno sucedía: perros callejeros y comodinos, gatos huidizos y altaneros, caballos obedientes y gallardos, mulas rejegas e insurrectas, hormigas previsoras y trabajadoras, abejas organizadas y ruidosas, flores coloridas y engreídas, arboles tranquilos y compartidos; cuando hacía el recuento de lo que en los archivos su memoria guardaban hasta el sueño lo atrapaba y lo hacía dormir por horas como un bendito y bendecido de todo lo poseía y que nadie le podía quitar. Pero a él no le gustaba pensar que dormía por horas, ni por minutos, ni por segundos, pues él decía que el tiempo no existía; cuando flotaba por las nubes gritaba a todo pulmón ¡el tiempo no existe, el tiempo no viene, ni se va, ni se queda, ni pasa, el tiempo no existe! ¡Soy yo el que se queda o el que se va! Y entonces dejaba que el viento lo llevara por otros lugares, a otros rincones para aumentar su memoria -¡y mi riqueza visual! pensaba para sí.
De: María Elodia Zurita Argáez