El 19 de septiembre de 2017, los habitantes de San Antonio Alpanocan, en Puebla, vieron cómo su pequeña ciudad quedó devastada en segundos. El sismo de magnitud 7.1 quebró sus casas, iglesia y edificaciones hechas de adobe.
Poco se ha hablado de esta comunidad del municipio de Tochimilco, que, aunque no tuvo pérdidas humanas, las personas se quedaron sin casa y ni las autoridades locales ni estatales han enviado recursos para la reconstrucción.
Sin saber siquiera que existía, llegué a esta comunidad por casualidad. Convencido por Fernanda, una compañera de la Facultad de Estudios Superiores Aragón, de la UNAM, el viernes 22 de septiembre me uní a su brigada de apoyo, conformada por estudiantes y una familia, y viajamos a Morelos dispuestos a ayudar.
Pero al llegar allá, nos dijeron que había suficiente ayuda y las manos sobraban. Fue camino a Hueyapan, en Morelos, que cruzamos por Tochimilco y vimos las consecuencias que dejó el desastre natural. Todo el equipo coincidió en quedarse y preguntar qué ayuda requerían.
El paisaje no era alentador: la escuela primaria quedó inservible y en uno de sus salones se formó un boquete que deja ver el escritorio, dañado por una enorme piedra, así como las butacas de los alumnos, aún con las mochilas en su lugar.
Una semana después del terremoto nada se ha movido. Frente a esa misma escuela se instaló el único centro de acopio, que al mismo tiempo sirve de albergue para algunas personas que pasan ahí la noche.
Lo único que no se derrumbó es la fe de los habitantes de San Antonio Alpanocan, quienes ante su iglesia sin cúpula, con la fachada llena de grietas y sus muros derribados, construyeron un atrio frente a las ruinas, donde le rezan a Dios.
Las calles de San Antonio Alpanocan están cubiertas de tierra, piedras y ladrillos de adobe que días atrás fueron el hogar de una familia. Algunas propiedades se quedaron sin sus muros. Sólo se ve la puerta de metal que logró resistir el choque de las placas tectónicas.
«Llevamos días apoyando a esta gente, porque la ayuda del gobierno no ha llegado. De hecho aquí ya no hay gobierno», comenta Jazmín, una arquitecta encargada de evaluar los daños causados en las casas y construcciones de la zona.
Los ojos de la mujer estaban hinchados de tanto llorar ante la impotencia de tener tan pocas manos para tanto trabajo.
A pesar de la devastación, no vi militares en el lugar. Sólo pocos policías que resguardaban algunas de las zonas acordonadas. Los pobladores acusaron que la presidenta del municipio, Albertina Cayeca, apareció únicamente el miércoles 20 y desde ese día no ha regresado.
«Aquí la gente ya está comenzando a odiarme porque colocamos horarios para repartir víveres y comida», lamentó Jazmín, mientras se cubría con una cobija y buscaba sin éxito dejar de temblar por la ansiedad. «Fuera de estos horarios no podemos darles más, porque es necesario distribuirlo».
«Toda la ayuda es bienvenida aquí. Afortunadamente no tenemos enfermos, por lo que les recomendamos llevar medicamentos a lugares donde sí los necesiten», dice Fátima, otra de las coordinadoras del lugar, mientras nos dirigimos a una de las casas.
La naturaleza redujo a escombros lo que hace unos días fue un hogar con una tienda de abarrotes y una papelería que formaban parte del patrimonio de una familia de cinco integrantes.
Con nuestras palas y picos, quitamos la tierra y despejamos el pasillo de la parte trasera de la propiedad, mientras el padre de familia y su hijo, un joven de unos 25 años, se apresuraron a trabajar en una nueva edificación para dejar de dormir dentro de su camioneta.
Sin embargo, la oscuridad evitó que construyeran el techo. «De no ser por ustedes, me hubiera tomado días avanzar con esto», nos agradeció al borde de las lágrimas el hombre de 50 años.
El sábado 23 el pánico regresó…
El día siguiente, la calma desapareció. El miedo volvió a adueñarse de las personas la mañana del sábado 23 de septiembre, cuando un sismo de 6.1 sacudió al estado.
«¡Está temblando! ¡Aléjense de las paredes!», gritó Jazmín a unas señoras que estaba cerca del ayuntamiento.
Después de unos segundos, la tierra dejó de moverse y las personas, tanto locales como voluntarios, retomaron la calma. Los coordinadores hicieron una revisión y, después de una exhaustiva inspección, determinaron que ese segundo sismo no dañó más edificios.
Retomamos actividades en una de las principales vialidades. El trabajo se sintió más pesado que en el día anterior pero, a pesar del cansancio, vi que Fernanda no paró en ningún instante. Con su pala llenó todas las cubetas que pudo y tomó pocos descansos hasta que logramos despejar una buena parte de la avenida.
Con el sudor en la frente y algo de tierra en sus mejillas, Fernanda comenzó a explorar los alrededores y a documentar la situación de esta comunidad con su celular. Tomó fotografías y grabó un video a través del cual invitó a más personas a venir a este lugar poco conocido y a enviar ayuda.
«Espero que muchas más personas puedan llegar aquí y auxiliar a la gente que lo necesita», me dijo sonriendo mientras se limpiaba el rostro con agua.
La ayuda ha llegado de distintas partes de la sociedad mexicana. Las familias y los estudiantes no quieren dejar solos a los habitantes de San Antonio Alpanocan. Pero la verdadera prueba llegará en los próximos meses, cuando se necesite más ayuda.