A año y medio de la llegada al poder de Donald Trump, la sensación para uno de cada tres estadunidenses es que el presidente está llevando al país a un escenario de pesadilla, impensable con cualquiera de sus antecesores de la era moderna: una guerra civil.
Según la consultora Rasmussen, el 31 por ciento de los estadunidenses cree “probable que Estados Unidos vuelva a experimentar una guerra civil en menos de cinco años”. En este clima de fatalismo, el estudio destaca también que hasta un 59 por ciento se siente “preocupado” porque la creciente división de la sociedad, entre partidarios y detractores del presidente, degenere en violencia, como ya ocurrió en mítines del candidato republicano durante la pasada campaña, muchos incitados por el propio Trump.
De esos días, cuando pocos apostaban aún por su victoria, quedaron grabados los golpes a un periodista señalado por Trump, o cuando advirtió que si no lo declaraban ganador habría disturbios de sus seguidores en todo el país.
Sembrador de odio. La victoria de Trump evitó ese estallido de violencia poselectoral, pero, lejos de enterrar su agresivo y xenófobo discurso de candidato y ponerse a gobernar, se dedicó a exacerbar el odio de sus seguidores —la clase blanca conservadora— contra todos aquellos que quieren acabar con su supremacía racial y cultural.
Entre esos enemigos, Trump odia y teme principalmente a la minoría que, por crecimiento demográfico y presión migratoria, será la culpable de que los blancos dejen de ser mayoría a mediados de siglo: los hispanos. De ahí la obsesión del mandatario con el muro y su crueldad a la hora de separar a niños de sus padres arrestados en la frontera. De ahí también que sus seguidores sean capaces de renunciar a los valores que forjaron a EU como una nación de inmigrantes y defensora de las libertades civiles, para convertirse en gente amargada y agresiva, como su presidente.
Por poner dos ejemplos recientes: el del abogado que en pleno Nueva York amenazó con llamar a los agentes para que arrestasen y deportasen a dos jóvenes que hablaban entre ellas en español; o el video viral, difundido ayer mismo, en el que una mujer blanca insultó a un jardinero y a su madre que lo ayudaba, solo por su aspecto latino. Cuando el joven se acercó y le dijo “¿Por qué nos odias”, la desconocida respondió: “Porque son mexicanos”. Cuando el joven le replica que los mexicanos son “personas honestas”, la mujer se ríe y dice: “Son violadores, animales, traficantes de drogas”.
¿Qué está pasando en Estados Unidos, para que un ejecutivo de Manhattan, aparentemente integrado en ese bastión progresista y multirracial del país, reaccione como un histérico supremacista? ¿O para que la señora, aparentemente bien educada y probablemente devota cristiana, reacciones como si fuera votante del Partido Nazi de EU? La respuesta es tan sencilla como aterradora: Porque su presidente piensa como ellos y les anima a que digan en voz alta lo que antes no se atrevían a decir.
¿Y qué piensa y dice Trump? Que los “verdaderos patriotas estadunidenses” llevan demasiado tiempo a la defensiva y sus valores están siendo atacados por las minorías y por sus aliados demócratas. Desde la Casa Blanca o desde Fox News, la extrema derecha señala como “enemigos” a los medios progresistas, a los inmigrantes, a los homosexuales, a los ecologistas, a los abortistas, a los musulmanes o a los adolescentes que piden más control de armas para que no sean ellos los próximos en morir acribillados a balazos en una escuela.
Los únicos que entendieron realmente el lema de campaña de Trump “Hagamos a Estados Unidos más grande de nuevo” fueron los millones de estadunidenses que interpretaron correctamente su mensaje oculto: “Hagamos (a los blancos) de Estados Unidos más grandes de nuevo”. Por eso ganó Trump en estados decisivos con ese voto oculto de indignados blancos. Por eso logró un récord de 90 por ciento de apoyo en las bases republicanas, porque han entendido, como él, que se avecina la última batalla para conservar su hegemonía. Y para eso necesitan a un líder fuerte… cuanto más agresivo, mejor.
Puñalada a Lincoln. El problema, sin embargo, no es sólo que Trump esté preparando a los suyos para esta batalla, es que “el otro bando” también se prepara para resistir y, llegado el caso, para pasar a la acción. Algunos ya lo han hecho. El movimiento “Occupy ICE” ha logrado que deje de funcionar en Portland el Servicio de Inmigración y Aduanas, y amenaza con plantones en las oficinas en otras grandes ciudades “hasta que sean abolidas”. La congresista demócrata Maxine Waters incitó a la población a acosar a los miembros del gabinete Trump y sigan el ejemplo de los que echaron de un restaurante mexicano a la secretaria de Seguridad Nacional, Kirstjen Nielsen, o del dueño de otro restaurante, que echó de su local a la vocera de la Casa Blanca, Sarah Sanders y a su familia.
Pero, en vez de bajar el nivel de crispación, Trump mandó a la congresista demócrata una inquietante advertencia: “Ten cuidado con lo que deseas”. En vez de mostrar algo de piedad por el llanto de los niños centroamericanos separados de sus padres, aparece en público con familiares de estadunidenses asesinados por “inmigrantes ilegales”. Llegados a este punto, la pregunta es:¿Por qué no sale alguna vez en público con padres de niños asesinados en escuelas? Y la respuesta: porque no sólo Trump odia a los inmigrantes y ama a la Asociación Nacional del Rifle, sino que viola el principio básico de cualquier mandatario, que es gobernar para todos y no señalar a una parte como los enemigos.
Por eso Trump puede llevar a Estados Unidos a una segunda guerra civil, pero por el motivo radicalmente opuesto a su antecesor Abraham Lincoln. Hace un siglo y medio, el legendario mandatario republicano se vio forzado a ir a la guerra, pero no para defender la libertad de la mayoría blanca que tenía para esclavizar a los negros, sino para defender el derecho de éstos a ser estadunidenses libres.
De aquella tragedia bélica nació la grandeza de Lincoln y la de Estados Unidos como país de libertades, de la tragedia que se avecina con Trump nacerá la miseria con la que será recordado y (esperemos que no) la miseria de la primera potencia, que decidió aislarse del mundo y hundirse en su propia mediocridad.