El precio por la relación sexual es de 130 dólares la hora, además del taxi”, me cuenta Angélica* con un porro de mariguana en la mano. “Si el cliente quiere anal, el precio es de 300 dólares y el trío está en 150 dólares”, me dice con las piernas cruzadas.
Angélica emigró de Venezuela y actualmente es asistente de prostitutas y escort en la Ciudad de México. “Gano 1500 dólares al día, dependiendo de los clientes, puede ser más o menos”.
Angélica me recibió en casa de su mejor amigo. Tiene pelo negro, ojos claros y unas uñas largas que hacen ruido cada que escribe en la pantalla de su celular, que no suelta mientras habla conmigo.
“Me levanto. Desayuno. Prendo el teléfono, veo los 500 mensajes de Whatsapp y agendo las citas“, me cuenta mientras intercambia miradas entre su iPhone y yo. “Es mi herramienta de trabajo”.
“¿Cómo conseguiste este trabajo?”, le pregunto, mientras exhala humo y descansa el quinto porro de mariguana del día sobre un cenicero. “Mi prima está en México y me dijo que viniera.
Le hice caso y entré como turista al país. Aquí me confesó que se prostituía y que las asistentes que había tenido la habían tratado de robar, así que me metió como su asistente. Ahora también soy escort. No tenemos ningún padrote, todo es entre ella, nuestros clientes y yo”.
La situación legal de Angélica en el país es inestable. Como emigrante, conozco las dificultades actuales para conseguir estancia legal en México para los venezolanos.
“Quiero hacer el trámite para pedir asilo. Quiero decir que tengo una enfermedad grave. Un amigo lo hizo y le dieron la permanencia. Tengo conocidos doctores y me van a dar todo el papeleo que necesito para presentarlo a inmigración”, me confiesa.
Angélica toma una tarjeta del metro, enrolla un billete de 10 dólares y arma un par de líneas de cocaína. “¿Quieres?”, me pregunta antes de inhalar una raya.
Su prima y socia, me cuenta, es quien maneja más clientes. La mayoría son doctores, empresarios o ingenieros, casados y solteros. “A veces, cuando llevo a alguno para que entre a la habitación y tenga sexo, me ven y me dicen que también quieren coger conmigo, y de ahí voy sacando mis propios clientes”.
Además de ser asistente y escort, Angélica también trabaja en un bar. Es su trabajo fijo, cuenta. Ahí se sienta, conversa y toma tragos con los clientes hasta que cierra el lugar. Hay noches en que se puede sentar a tomar hasta con cinco clientes distintos.
“Me pagan todo lo que bebo, además, el local me paga por todo lo que los clientes consuman y el 50 por ciento del costo de cada trago”, me cuenta. “Si algún chico quiere verme por fuera del local, eso ya es diferente”.
“¿Te aburres del sexo?”, pregunto, pensando en cómo se puede tener una vida sexual a nivel personal cuando tu trabajo es tener sexo. Angélica se ríe de mi pregunta y me dice que es muy distinto.
Cuando trabajo es eso: trabajo. No pienso en otra cosa, sólo en que el cliente termine y ya. Además, los mexicanos tienen el pene chiquito y duran como cinco minutos”, asegura. “Aunque una vez me tocó un chico mexicano de 23 años que sí duró la hora completa”.
Prendo un cigarro junto a la ventana del departamento donde platicamos. Abajo, en la calle, veo un auto que no se ha movido desde que llegué. “Es mi Uber personal”, me dice, “mi chofer”.
Angélica tiene a su disposición a una persona de su confianza que la lleva a donde necesite y le paga de 50 a 75 dólares al día. “Tengo que moverme mucho y traigo mucho efectivo conmigo, por eso tengo chofer”.
En cuanto me dice lo del efectivo pienso en que su estatus legal en México es de turista (seis meses). Para abrir una cuenta de banco como extranjero, te piden el FM3 (tarjeta de residencia temporal), por lo que le pregunto dónde guarda su dinero.
“No tengo cuenta de banco pero quiero abrir una, porque no he ahorrado por tener mucho dinero en efectivo a la mano, lo gasto más rápido”.
Tener dinero en efectivo, ser turista, el tipo de trabajo, ser mujer en esta ciudad y los casos de feminicidios en México hacen que le pregunte sobre su seguridad personal.
“Cada vez que voy a ver a un hombre tengo miedo. Por eso trato de quedarme con los mismos clientes: para no arriesgarme y evitar a los hombres que son dementes”, asegura.
Angélica se acerca al plato donde está la cocaína e inhala nuevamente, después abre la cuarta cerveza de nuestra plática. Le pregunté sobre sus hábitos de consumo y si esto le generaba algún problema con sus clientes.
Angélica tiene un protocolo de seguridad: “primero voy con alguien y reviso la habitación y el baño. Si todo está bien, ya me esperan hasta que termine el servicio”. Si otra chica está dando el servicio, tienen una llamada activa, donde Angélica escucha lo que sucede, como si estuvieran en altavoz.
A veces nos escribimos y tenemos una especie de código: si me envía dos letras (cualquier par de letras que no coincidan), es que hay algo malo”.
“¿Quieres una cerveza?”, me pregunta y acepto. Su prima es su socia. “Yo trabajo para ella y ella trabaja para mí”, me dice mientras camina al refrigerador. Cuando ella le consigue servicios, ella la cuida y viceversa. No les gusta trabajar con ningún padrote porque de esta manera son sus propias jefas y trabajan a su ritmo. “Hay semanas en las que no trabajamos”.
Angélica gasta su dinero en renta, restaurantes, ropa, uñas, transporte, drogas y alcohol. Su prima y ella toman demasiado, cuenta. “Tenemos como 300 clientes fijos, entonces, dinero siempre hay” y confiesa que en un día le pueden llegar hasta 600 mensajes por Whatsapp.
Me cuenta que actualmente vive un poco retirada de la Ciudad de México por culpa de unos hombres. “Se ponen celosos y esto genera problemas”, asegura mientras destapa una cerveza venezolana. Le pregunto dónde las consigue porque no las he visto. ”Me las regalan mis clientes”.
Actualmente tiene 500 dólares ahorrados, pero asegura que si empieza a trabajar el lunes, esa semana se resuelve todo. Me cuenta que tal vez no ha abierto una cuenta de banco porque se levanta muy tarde.
“Puedo durar dos o tres días despierta”, dice, “y luego paso tres días durmiendo”. Me pregunta sobre mi vida en Venezuela y qué hacía allá. Le cuento de mis estudios y los trabajos que tuve allá. Se interesa y me confiesa que estudió ingeniería industrial allá pero dejó la escuela en el último semestre de la carrera.
Las protestas y la situación en general del país le complicaron asistir a la universidad. “¿Cómo te mantenías en Venezuela”, le pregunto. “Vendía mariguana, perico y MDMA. Necesitaba dinero y comencé a vender”.
Sus padres creen que se gana la vida vendiendo comida venezolana. ”¿Quieres unos tequeños?”, me pregunta y mis ojos se iluminan al escuchar el nombre de este platillo típico venezolano. Le digo que sí y me acerca una bandeja con ocho tequeños, los cuales comí desesperadamente.
Aseguro que tenía mucho tiempo sin probar unos tan buenos y sonríe, pues ella los preparó.
Angélica quiere dejar la prostitución y abrir un restaurante venezolano. “Pronto lo lograré”, me dice antes de destapar otra cerveza.