Detrás de la venta de tortillas horneadas en comal y paquetes de alfalfa, o de la renta de palas y tractores, se oculta una economía permanente basada en la ordeña de ductos y la venta de gasolina robada.
El pueblo de Santa Ana Ahuehuepan, por su singular ubicación sobre la red subterránea de Pemex, se afianzó en los últimos tiempos como cerebro del huachicol en Tula, municipio con más tomas clandestinas a nivel nacional.
De ahí los retratos siniestros: gasolineras cerradas o en venta, o distribuidoras de la cementera Cruz Azul —con gran arraigo en la zona, por la cercanía de Ciudad Cooperativa— usadas como fachada para la venta de combustible ilegal.
Santa Ana despuntó como territorio sin ley, donde el dominio sobre lugareños y la colusión de autoridades ha permitido el cobijo de organizaciones criminales y comandos armados.
Aquí, comitivas de hombres sin rostro, dotados con fusiles de alto poder, pueden transitar en libertad de noche y de día, asesinar, secuestrar e intimidar, frente al reposo triste de militares y policías, y la mirada complaciente de pobladores.
Camino al nido huachicolero, se revelan a la vista estaciones de servicio convertidas en esqueletos prehistóricos, como la ubicada sobre la carretera Francisco I. Madero, a unos cinco minutos de Santa Ana, de cuyos soportes cuelga una manta: “En venta”…
—¿Y cuándo cerró? —se pregunta a un grupo de taxistas, reunido en una base aledaña.
—Tiene más de un año, por ahí de noviembre de 2017…
—¿Y por qué?
—Le dieron en la madre los huachicoleros.
“Aquí los señores del huachicol deciden qué gasolinera cierra o qué gasolinera abre”, comenta otro de los choferes.
—¿Cobro de piso?
—Deje de eso, si el empresario no les compra a ellos la gasolina, lo empiezan a amedrentar, hasta que lo truenan. Aquí en la región no hay gasolinera que se salve del huachicol.
“También nosotros tenemos la culpa”, dice uno más de los conductores, sumado al diálogo.
—¿Por qué?
—Les dejamos de comprar. Por ahorrarnos unos pesos, vamos todos al huachicol, y más los del transporte público. Hasta la compañía de Autotransporte Valle del Mezquital, que es la más fuerte del rumbo, se abastece de lo robado.
—¿La línea de autobuses que conecta Tula?
—Ésa mera, y le digo porque uno de mis familiares trabaja ahí. Si los huachicoleros dan el litro a 13 o 14 pesos y en la gasolinera la venden a 20, ¿cuál conviene?”.
UN AMIGO HALCóN. ¡Mercedes, me vas preparando tres!, le gritan desde la ventanilla de un auto. Es una veinteañera regordeta recién incorporada a la venta de tacos de carnitas, después de un par de años de trabajo en una tienda de autoservicio del centro de Tula… montó su puesto destripado casi a la entrada del pueblo.
—¡Ándele, están buenos! ¿Cuántos le sirvo? —promueve con amabilidad.
—Dos, para empezar —se le responde con ánimo, sólo para propiciar la plática.
—Dicen que aquí está desatado el huachicol —se le suelta al fin, tras el segundo taco, ya con más confianza.
—Tenía un amigo en el trabajo que se dedicaba a eso.
—¿A robar combustible?
—No, era halcón. Decía que le pagaban 2 mil pesos por vigilar durante la noche, mientras otros pinchaban los ductos, pero se salió por miedo, porque ya estaba muy gruesa la guerra entre bandas. Así paró en la tienda, tenía como 18 años.
—¿Y él sigue trabajando en el autoservicio?
—No, de repente lo dejé de ver. Un día me lo encontré en el parque. “Ya regresé al huachicol”, me dijo. ¿Y eso?, le pregunté. “Por el dinero”, respondió.
—¿Te contó algo sobre su vida de halcón?
—Sólo que sus jefes lo entrenaban. Que hacían simulacros como si hubiera tiroteos en gasolineras, y él tenía que tirarse al suelo para esquivar las balas. También me contó de su amigo, que abrió una sucursal de la cementera.
—¿Qué cementera?
—La Cruz Azul… Según, estaba de moda abrir cementeras para ofrecer huachicol.
—¿Lo has vuelto a ver?
—Sólo aquella vez del parque. “Consígueme gasolina”, le pedí… “Sí, cuando gustes”, me dijo.
La versión de casas de materiales con emblema azul, utilizadas para enmascarar la venta de gasolina hurtada, se repitió un par de veces más durante el recorrido…
LINCHADOS. Frente a la parroquia de Santa Ana, una setentona se persigna y susurra un par de frases religiosas. Lleva entre los brazos a un Niño Dios de madera, vestido con su nuevo ropaje, en tejido de cruz. La charla fortuita se concentra primero en los santos y las fiestas patronales, pero termina en memorias salvajes.
—Dicen que los de aquí son gente brava —se le comenta.
—Sólo si se meten con nosotros.
—Cuentan que el pueblo no quiere a los militares.
—Si andan trepando a gente inocente, ¿cómo los va uno a querer?
—¿Inocentes o huachicoleros?
—De todo hay en la viña del señor, pero hay que probarlo…
Apenas el mes pasado, residentes de Santa Ana Ahuehuepan retuvieron durante más de tres horas a un trío de soldados, quienes minutos antes habían participado en un enfrentamiento contra huachicoleros, en el cual murió un civil. El Ejército debió coordinar un operativo de rescate, pues la amenaza colectiva se inclinaba por el linchamiento.
A finales de agosto del año pasado, un hombre y una mujer fueron quemados vivos por un puñado de habitantes; se les acusó de merodear a una niña, en días en los cuales se había desatado en redes sociales el rumor de la llegada de una banda de robachicos.
“¿Cómo no los iban a quemar, si andaban jalando a una chamaca?” —dice la mujer, lista ya para bendecir al Niñito Jesús—. Nos han hecho mala fama, no todos vivimos del huachicol…
Segunda Parte