El cura perdió ya la cuenta de los muertos por huachicol, no sólo quienes fallecieron sobre un ducto, en la ordeña de combustible, sino aquellos caídos en batallas sangrientas entre bandas…
Escudriña en sus recuerdos y se ayuda con los dedos: “Calculo unos 60, pero seguro me quedo corto”, suelta el padre Teodoro Mendoza, quien tiene a su cargo 18 comunidades de los municipios de Tepetitlán y Tezontepec, una franja palpitante en robo de combustible.
—¿En qué lapso?
—En los últimos dos años, desde que se disparó el precio de la gasolina en enero de 2017. El problema viene de tiempo atrás, pero con el malvado gasolinazo se extendió a todos los rincones. La gente comenzó a decir: a la fregada el gobierno y sus impuestos, y todos le entraron al huachicol, robando o consumiendo.
Se alista para la misa por el novenario de José Juan García Porras, una de las víctimas de la explosión en Tlahuelilpan, y el aniversario luctuoso de Fernando y Moisés, dos jóvenes involucrados en el hurto. “Es en el pueblo de San Gabriel, si quiere vamos”…
COMO CLARASOL. En 2018, Tepetitlán, a 19 kilómetros de Tula, se colocó en los primeros lugares en tomas clandestinas: un promedio de seis al mes. Es considerado un territorio crucial en la dinámica del robo, por su cercanía con Santa Ana Ahuehuepan —motor de esta industria delictiva en el estado— y otros pueblos dedicados a la distribución ilegal, como Chapantongo.
Grupos comunitarios y parroquiales han apostado por la organización de torneos deportivos en la explanada principal del municipio, frente a la parroquia de San Bartolomé Apóstol, en un intento desesperado por alejar a niños y jóvenes del huachicol.
“Ya los chamacos lo veían como única opción. Y cómo no, si todos los días iban y venían camionetas repletas de garrafones, era como la venta de agua, fruta o clarasol por las calles. Se ofrecía gasolina robada hasta a domicilio”, cuenta doña Adriana, quien exhorta con vivas a su hijo adolescente, en partido de voleibol.
“Si alguien gritaba: ahí viene la patrulla, pensábamos que era por un ratero, no por el huachicol”.
—¿Por qué tal nivel de normalidad?
—Ausencia de los padres, falta de valores. Muchos papás dejaron a la deriva a sus hijos. ¿Necesidad? Pura excusa, me pongo a lavar ajeno o a barrer en las casas, pero no los suelto. Después de lo de Tlahuelilpan les he hablado a mis niños del peligro. Eso de andar acumulando gasolina en las casas es una bomba de tiempo.
En Tepetitlán, la autoridad ronda como fantasma errante… Los policías se mantienen ocultos dentro de sus patrullas destartaladas y el paradero de Rodrigo Castillo, el presidente municipal, es incierto. No hay ni alcaldía… Las oficinas se encuentran en construcción desde hace casi un año, todavía sin promesa de entrega, y una carcomida bandera nacional ondea en medio del cascajo y del olvido.
CUADRILLAS. Rumbo a San Gabriel, para bendecir la cruz de José Juan García, el padre Mendoza cuenta: “Antes, la gente se dedicaba a robar el cable de luz o del sistema telefónico, pero luego el huachicol se convirtió en el principal modo de vida. Las familias de los muertitos siempre lo niegan, pero uno se da cuenta… Han matado a familias enteras y me ha tocado asistir a funerales múltiples: de cuatro o cinco personas”.
—¿Cuál ha sido el papel de la Iglesia para frenar este ilícito?
—Se les da el mensaje, pero no hacen caso.
—¿Funcionarán los programas sociales del gobierno federal?
—Más que regalarles pescados, sería mejor enseñarlos a pescar.
Se escucha cerca el motor de aviones y helicópteros en sobrevuelo, rastrean la zona en busca de indicios sólo posibles de encontrar a ras de tierra, jamás entre nubes.
Casi en cada tope, en cada cruce del trayecto, asoman jóvenes harapientos: unos parecieran migrantes, pero la mayoría son aldeanos sin escuela, oficio ni trabajo, carne fresca para el huachicol:
“¡Una moneda, un taco por favor!”, piden.
San Gabriel es un pueblo de tierra suelta por donde cruzan también los ductos de Pemex. Los abuelos aún siembran maíz, pero los nietos han preferido aliarse, de una u otra manera, con las cuadrillas de ordeña, como las llaman aquí.
Desde el estrecho altar de la parroquia de San Gabrielito, sermonea el sacerdote: “Fue la necesidad y la ambición, pero hay que erradicar el huachicol, porque esto sigue y sigue, que nos caiga el veinte. ¿Queremos más muertos? Hay que corregir a los hijos… Estamos encima de los ductos, ¿nos vamos a seguir acercando ahí y dejarnos llevar por el dinero? Hay que reforzar la fidelidad en las parejas, que los hijos estén acompañados y no caigan en estas cosas”.
José Juan tenía 28 años. Falleció en el Hospital Magdalena de las Salinas cinco días después de la explosión. Sus hijas de 9, 5 y 3 años se abrazan mientras la cruz de madera es llevada al panteón.
“Mi hijo no era huachicolero”, defiende doña Efigenia García, de 62 años, quien padece parálisis corporal, derivada de la diabetes.
“Trabajaba en una empresa textil y, por las tardes, era pepenador”.
—¿Cómo fue que paró en Tlahuelilpan (a 16 kilómetros de su casa)? —se pregunta a Margarita, su pareja, quien a su vez es madre de un muchacho de 15 años.
—Fuimos a vender el cartón, pero de regreso vimos el gentío ahí en la toma. Recolectamos en un bidón, le echamos a la camioneta y la idea era regresar a casa, pero escuchamos que los soldados decían: pueden juntar la que quieran, entonces él regresó y fue cuando se escuchó el tronido. Pudo salir, pero ya estaba muy mal.
La mujer solloza, abraza una fotografía de un José Juan sonriente, al volante de una bicicleta:
“Me iré del pueblo, muy lejos, porque no quiero que mi chamaco crezca en medio del huachicol”…
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