Ramón Aguirre Díaz
Hace más de un siglo, los incipientes servicios de agua potable eran prestados por los municipios y por algunas empresas privadas. Con el objetivo de acelerar el proceso de desarrollo del país, los gobiernos posteriores al porfiriato iniciaron la centralización de muchas gestiones, entre las cuales se incluyeron las relativas al agua potable. Es así como, en 1948, se crea la Dirección de Agua Potable y Alcantarillado como parte de la estructura de la Secretaría de Recursos Hidráulicos (SRH).
Treinta y cuatro años después, en 1982, la recién creada Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología absorbe las funciones la SRH, que proporcionaba el servicio, a través de las Juntas Federales de Agua Potable, en más de mil 400 poblaciones, con grandes problemas operativos y una baja recaudación que, en mucho, afectaba la calidad de los servicios y representaban un lastre para las finanzas del gobierno federal.
Con el objetivo de fortalecer a los municipios y dado la insostenible centralización en la prestación de muchos de los servicios locales, el 3 de febrero de 1983 se realiza una reforma al artículo 115 constitucional, mediante la cual, entre otros aspectos, se les traslada la responsabilidad de proporcionar los servicios de agua potable, drenaje, alcantarillado, tratamiento y disposición de sus aguas residuales. Además, se establece que podrán celebrar convenios con los gobiernos estatales para que estos, de manera directa o a través del organismo correspondiente, se hagan cargo en forma temporal, o bien, se presten coordinadamente por el Estado y el municipio.
Ya han pasado más de 36 años desde esa reforma constitucional, tiempo más que suficiente para valorar los resultados y avances que se tienen en el modelo de gestión actual del subsector agua potable y poder prever si podría esperarse que en el futuro inmediato se puedan alcanzar las coberturas universales en la prestación de estos servicios que están directamente relacionados con la salud y la calidad de vida de la población.
A primera vista, los resultados oficiales que se reportan son alentadores: una cobertura del 94% en agua potable, 91% en alcantarillado y un avance cercano al 60% en tratamiento… pero estas cifras son muy discutibles, ya que ocultan una realidad que padecen millones de mexicanos por la mala calidad de los servicios.
Por ejemplo, en materia de agua potable, puede ser que la cobertura de las redes de los sistemas sea, efectivamente, del 94%, y que en este porcentaje de domicilios pase un tubo enfrente. Falta conocer si ese tubo lleva agua y que, además, sea de calidad potable. Aquí es donde, conforme a una encuesta realizada en 2015 por el Inegi, el 48% de la población está sujeta a tandeo (que bajaría la cifra oficial del 94% al 52% en materia de agua potable segura, que es lo que se debería reportar), lo que significa que la mayor parte del tiempo las tuberías están vacías y sólo quienes cuenten con almacenamiento domiciliario, como tinacos y cisternas, pueden cubrir sus necesidades las 24 horas, suponiendo, además, que el volumen del suministro de agua sea el suficiente.
La calidad del agua tampoco se tiene en estándares adecuados, que explica en parte la razón por la cual el 78% de la población consume agua embotellada, lo que sitúa a México como uno de los mayores consumidores de esa agua.
Faltaría analizar aspectos relacionados con los servicios de alcantarillado, de tratamiento, de la obsolescencia de las tuberías, de las finanzas de los organismos operadores, de la profesionalización del subsector, para poder prever si podemos esperar resultados diferentes y una efectiva solución, basados en el modelo de gestión actual.