Por: Raúl Contreras Bustamante
Regular las faltas absolutas, temporales y las licencias del Presidente de la República siempre ha sido un tema tabú a lo largo de la historia constitucional de México.
La Constitución de 1824 preveía la figura de un vicepresidente —institución copiada de los Estados Unidos, donde les ha funcionado muy bien— en quien, en caso de “imposibilidad física o moral del Presidente” recaían todas las facultades y prerrogativas del primer mandatario. Este mecanismo permitió que el general Antonio López de Santa Ana asumiera y abandonara la Presidencia en once ocasiones.
Como reacción contra los daños a la nación del auto proclamado “Alteza Serenísima”, la Constitución de 1857 dispuso que en el caso de las faltas temporales y absolutas del Presidente de la República ejercería el poder el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Esta disposición permitió la asunción de Benito Juárez al cargo, quien desempeñó esa responsabilidad por tres periodos.
Por su parte, la Constitución de 1917 —después de tres décadas de Porfiriato— estableció que ante las faltas del Presidente debería ser el Congreso de la Unión quien tendría que elegir a un Presidente interino, provisional o sustituto, según fuera el caso.
Estas previsiones constitucionales funcionaron de manera eficaz después de la reelección y asesinato de Álvaro Obregón y luego ante la renuncia de Pascual Ortiz Rubio. Por fortuna, desde el mandato de Lázaro Cárdenas hasta nuestros días, todos los presidentes han llegado al encargo mediante elecciones, han terminado su mandato y han entregado el poder de la misma forma.
Una reforma en el año 2012 modificó el texto constitucional de los artículos 84 y 85, para que ante cualquier tipo de ausencia del titular del Poder Ejecutivo —en tanto el Congreso nombra un presidente interino o substituto— la persona titular de la secretaria de Gobernación asuma de manera provisional la Presidencia.
En caso de que la falta del Presidente ocurra en los dos primeros años de su periodo, el Congreso deberá nombrar un presidente interino y expedir la convocatoria a elecciones de quien que deba concluir el período; y en caso de que la falta se diera en los últimos cuatro años del periodo respectivo, el Congreso designará al presidente substituto, quien tendrá que finalizar el mandato.
Debido a la existencia del presidencialismo absoluto que imperó a lo largo del siglo XX y la extrema cautela para evitar incomodar al Ejecutivo en turno, adolecemos de disposiciones constitucionales y de normas reglamentarias eficaces que permitan resolver este tipo de crisis políticas.
La actual ingeniería constitucional y legal no establece reglas claras de cómo debería operar el Congreso en sus funciones de Colegio Electoral; de dónde deberán salir los nombres para elegir al relevo; tiempos procesales claros; entre otros detalles.
La figura del Presidente de la República —cabeza del Poder Ejecutivo— reviste especial importancia, pues reúne facultades y atribuciones de jefe de Estado y jefe de Gobierno, siendo pieza clave para la estabilidad política del país.
Por el bien de la República es deseable esperar una pronta recuperación del presidente López Obrador de sus padecimientos por contagio de covid-19, como ser humano y como titular de la más importante institución política y republicana.
Y ojalá que esta circunstancia demuestre la imperiosa necesidad de reformas legales que le garanticen a la República estabilidad y certeza plena a la institución presidencial, que ha sido y es una las decisiones políticas fundamentales del constitucionalismo mexicano.
Como Coralario, las palabras del sabio chino Confucio: “Gobernar significa rectificar”.