El presidente de China, Xi Jinping, no dirige (aún) la nación más poderosa del mundo, pero sí es la persona con más poder de la Tierra.
El hecho de que Estados Unidos sea (aún) la potencia hegemónica llevaría a pensar que su presidente, Joe Biden, es la persona con más poder. Pero, una cosa es que EU sea el país más poderoso y otra que lo sea su líder, ya que el mandatario demócrata está obligado a someter sus decisiones al veredicto del Congreso, de los jueces, de los periodistas y, por supuesto, de las urnas.
Es lo “malo” que tienen las democracias, que su poder está sometido a fuertes contrapesos. Por el contrario, los dictadores no tienen que rendir cuentas a nadie; en todo caso al partido único y a su brazo armado. Pero, si logran que estas dos instituciones se sometan sin rechistar al líder supremo —como ocurre con el norcoreano Kim Jong-un o como está en camino de conseguir el ruso Vladimir Putin—, el poder acumulado por el hombre fuerte de un país es absoluto y puede llegar a ser muy peligroso, tanto para los súbditos que disientan como para otros países que se interpongan a sus intereses.
A los pies del líder
Esto fue lo que le ocurrió ayer a Xi, de 68 años, cuando logró que el Partido Comunista Chino (PCCh) se arrodillara a sus pies y le prometiera fidelidad total como mínimo hasta 2027, cuando sume 15 años de gobierno, rompiendo así con la tradición de las tres últimas décadas, en la que el presidente debería terminar su mandato tras una década en el poder, como ocurrirá con Xi en 2023.
Ni siquiera el legendario Deng Xiaoping, ideólogo de la fórmula “un país, dos sistemas” —control político comunista, economía liberalizada—, que modernizó el gigante asiático de forma meteórica, se atrevió a perpetuarse en el poder, precisamente para evitar los excesos del culto a la personalidad que llevaron al país al desastre con su antecesor, Mao Zedong, cuyo Gran Salto Adelante mató de hambre a entre 25 y 55 millones de chinos y está considerado como uno de los mayores errores cometidos por un hombre en la historia de la humanidad (lo que, sin embargo, no fue motivo para que el fundador de la República Popular China sea venerado y su rostro sea el único que preside la plaza de Tiananmen).
Xi no quiere ser Mao ni, desde luego, quiere ser Deng, sino una mezcla mejorada de ambos… y está en condiciones de lograrlo.
El primero del Olimpo chino
Xi promueve sin miramientos el culto a la personalidad, como no hizo ningún antecesor desde Mao, pero tiene una mente planificadora más parecida a la de Deng, y desde luego mucha más ambiciosa y antiamericana que la de los otros dos líderes legendarios chinos, como así lo ha venido demostrando desde el 14 de marzo de 2013, cuando llegó al poder sin hacer ruido y con cara de no haber roto un plato en su vida.
Mao nunca tuvo interés en enemistarse con Estados Unidos. De hecho, dejó estupefactos a sus “hermanos” comunistas de la URSS cuando en 1972 recibió con honores al presidente Richard Nixon. Por su parte, el “capitalista” Deng hizo historia en 1979 al convertirse en el primer líder chino que visitó la Casa Blanca, donde fue recibido por Jimmy Carter.
Con Xi —y su coincidencia en el poder con el antichino Donald Trump— las relaciones entre las dos superpotencias dieron un vuelco radical, al extremo de que se habla ya de una Segunda Guerra Fría, entre Estados Unidos, por un lado, y China y Rusia (de nuevo aliados), por otro.
Lejos de que los jerarcas comunistas consideren la política belicista de Xi como demasiado arriesgada, el Comité del PCCh acaba de bendecir todo su programa que el mismo presidente no dudó en bautizarlo “Pensamiento de Xi”, remedando al “Pensamiento de Mao”, para ponerse a su altura… e intentar superarlo.
“Bajo el mando del secretario general del partido, jefe de Estado y presidente de la Comisión Militar Central, China ha obtenido logros históricos”, sostiene el comunicado, difundido ayer. “Primero con Mao, después con Deng y ahora gracias a Xi, el país ha conseguido la inmensa transformación de ponerse en pie, hacerse próspera y convertirse en una nación fuerte”, agregó.
Tras cuatro días reunidos a puerta cerrada en Pekín, los más de 300 miembros del XIX Comité Central del PCCh decidieron que Xi —al que alabaron por su guerra contra la corrupción y contra la pandemia, y por no haberse dejado intimidar por EU y sus amenazas de defender a Taiwán —debía seguir, como mínimo, otros cinco años.
“El Comité Central llama a todo el Partido, a todo el Ejército y a la gente de todos los grupos étnicos a unirse alrededor del Comité Central con el camarada Xi Jinping como su núcleo, para poner en marcha la nueva era de socialismo con características chinas”, concluye el comunicado.
Y como las palabras las carga el diablo, habrá que seguir de cerca qué “características chinas” tiene en mente Xi para ver cómo lograr llevar a cabo sus tres grandes metas: convertirse en la primera potencia económica y tecnológica, gracias a su nueva Ruta de la Seda y a su programa de comunicación cuántica, líder en el mundo; romper la hegemonía militar de EU, gracias a su programa más avanzado de misiles hipersónicos casi indestructibles; y, lo más preocupante, invadir Taiwán. Habrá que estar muy atentos y evitar que el ambicioso presidente vitalicio chino no acabe arrastrando al mundo a una Tercera Guerra Mundial.