«No teníamos ni idea de la existencia de ese campo. Entramos en la mañana del 27 de enero de 1945. Vimos algunas personas vestidas con harapos. No parecían seres humanos». Quien describe lo que vio en Auschwitz es el comandante Anatoli Shapiro, el primer oficial del ejército soviético que ingresó, junto con sus soldados, al mayor campo de exterminio nazi, hace hoy 78 años. Shapiro, judío de origen ucraniano, no era aún consciente de que casi un millón de miembros de su pueblo habían sido asesinados y quemados en hornos en ese complejo de barracones. Sus primeras impresiones fueron el olor a muerte y el enigmático mensaje en alemán que leyó en la entrada: “Arbeit macht Frei” (El trabajo te hace libre).
“Había tal hedor que era imposible estar ahí por más de cinco minutos. Mis soldados no lo podían soportar y me rogaban para que los dejara salir. Pero teníamos una misión que cumplir”. La misión era avanzar desde Polonia a Berlín, capital del III Reich, y combatir al enemigo nazi hasta obligarlo a rendirse. Nunca imaginaron aquella helada mañana de enero que iban a liberar a siete mil prisioneros con traje de rayas, tan enfermos, hambrientos y débiles que no fueron capaces de escapar de Auschwitz cuando se dieron cuenta que sus verdugos habían huido. Los soldados del Ejército Rojo se apresuraron a enterrar los 600 cadáveres que los nazis no pudieron cremar en su huida, sin ser plenamente conscientes de que esa tierra gris que pisaban era ceniza humana, escupida de cuatro enormes hornos donde acabaron los restos de la mayoría del millón cien mil personas que allí fueron asesinadas: unos 890 mil judíos, 20 mil gitanos, 70 mil polacos, 10 mil presos de guerra soviéticos, y un número indefinido de homosexuales, minusválidos, comunistas alemanes, masones y testigos de Jehová.
Tendrían que pasar unas horas y toparse con montañas de zapatos, ropa, dientes y cabello humano para que los soviéticos entendieran la magnitud de lo que acaban de liberar: un complejo diseñado por Adolf Hitler y sus jerarcas para poner en marcha la “solución final”, que no era otra cosa que el exterminio del pueblo judío. Además del asesinato a escala industrial —duchas con el gas letal Ziklon B y traslado a hornos para incinerar los cuerpo—, Auschwitz contaba también con el laboratorio del diabólico doctor Mengele, donde realizaba experimentos con presos elegidos por él mismo, de preferencia gemelos idénticos, enanos o con alguna deformidad, para ver cómo reaccionaban humanos de “razas inferiores” a la aria.
Tras ser informado de lo que sus soldados vieron, Josef Stalin ordenó filmar la liberación de Auschwitz para que el mundo supiera de los crímenes contra la humanidad cometidos por los nazis, pero todavía tendrían que pasar quince años para que ese horror quedase plasmado en una palabra: Holocausto.
El grito de auxilio que Occidente desoyó
El 10 de abril de 1944, Rudolf Vrba y Alfred Wetzler lograron escapar de Auschwitz, tras pasar tres días escondidos bajo unos troncos que previamente empaparon con gasolina, para evitar que los perros los olfatearan. Cuando los guardias desistieron, los dos prisioneros consiguieron llegar a su natal Eslovaquia y dar la voz de alarma a la resistencia judía, que en un primer momento reaccionó con escepticismo. “¿Cómo sé que no son fantasías?», les preguntó Oskar Krasnanski, quien sólo se convenció tras ver sus números tatuados y el relato coincidente cuando los entrevistó por separado.
Los dos prisioneros eslovacos salvaron sus vidas, pero tuvieron que sufrir una nueva agonía: la indiferencia de los líderes aliados —el británico Winston Churchill, el estadunidense Franklin D. Roosevelt y Stalin—, quienes decidieron no bombardear Auschwitz y otros campos de exterminio de los que fueron teniendo conocimiento durante el verano de 1944.
“Unas cuanta bombas sobre los rieles del tren, inclusive si sólo les hubiera tomado a los nazis unas pocas semanas para reponer los daños, hubiese significado por lo menos la salvación de cien mil personas. Los trenes de transporte hubieran tenido que ser desviados a otra parte y no existían campos alternativos donde tanta gente podía ser eliminada”, declaró el sobreviviente Leo Kaufer.
Incómodos por la polémica y el dilema ético que se planteó, el Departamento de Guerra de EU, explicó tras la derrota nazi que el bombardeo “sólo hubiera podido ser ejecutado mediante la desviación de considerable apoyo esencial para el éxito de las fuerzas en operaciones en otros lugares”, en alusión a que el objetivo aliado era “romper la columna vertebral de Alemania”: su producción industrial y su industria petrolera.
El reclamo a Dios del papa alemán
El 28 de mayo de 2006, se vivió sobre el escenario del crimen uno de los episodios más dramáticos y mediáticos tras la liberación de Auschwitz: la visita del entonces papa Benedicto XVI. Allí, atormentado por lo que describió como “crímenes sin parangón en la historia», el alemán Josef Ratzinger declaró: “¿Dónde estaba Dios esos días? ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?
Como un mensaje premonitorio del reclamo del Papa, uno de los prisioneros de Auschwitz, del que no se conoce ni su nombre ni su suerte, escribió sobre uno de los muros del campo de concentración: “Si Dios existe, tendrá que rogar mi perdón”.
Seis décadas antes de la visita del papa alemán, uno de los testigos de la liberación, el soldado del Ejército Rojo Vladimir Brylev, trató de buscar la respuesta en la buena fe de las futuras generaciones, horrorizadas ante lo que allí ocurrió: “Estuve en Auschwitz. Vi todo con mis propios ojos. Te amo ahora aún más. Por favor, no pierdas la calma. Esto no va a volver a pasar, mamá. Nosotros nos vamos a asegurar de ello”.
Su esperanza quedó a medias. El Holocausto y los horrores de la Segunda Guerra Mundial precipitaron la fundación de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y el Tribunal Penal Internacional, pero en estos 78 años las potencias no evitaron nuevos genocidios, como los de Ruanda o la agresión rusa contra el pueblo ucraniano a manos del único político que ha sido comparado con Hitler por la opinión pública mundial: el presidente ruso Vladímir Putin.
Setenta y ocho años después de la liberación de Auschwitz, el símbolo de lo que es capaz de hacer el hombre contra la humanidad debe ser recordado con más fuerza que nunca, porque, como advirtió el gobierno alemán, “dos tercios de los jóvenes europeos saben poco o nada del Holocausto y de que seis millones de judíos fueron asesinados por los nazis”.