Con un boom llegó Eliud Kipchoge, un niño de 18 años entonces, al gran atletismo, terciando en la apuesta entre dos de los más grandes, El Guerruj y Bekele, dioses entonces, el mejor de la historia en 1.500m, el mejor en 10.000m, y venciéndolos a ambos en los 5.000m del Mundial de París 2003. Veinte años después, el dios es él, el mejor maratoniano de la historia, y hace mucho que él se considera, y todo el mundo con él, su único enemigo, y el maratón de Boston, los 42,195 kilómetros corridos a 20 por hora donde busca, como todos los héroes trágicos, la derrota que le libere.
La encuentra. Gana el keniano de 34 años Evans Chebet (2h 5m 54s) el 127º maratón de Boston, el maratón más antiguo, el más duro, el mismo maratoniano que ganó hace un año y que, break invencible en los monumentos, también ganó en Nueva York en noviembre pasado, y sus Adidas naranja, calcetines rosa, brillan y se reflejan en los charcos entre las vías del tranvía, que con destreza supera, y no chapotea. Kipchoge es sexto (2h 9m 23s), el peor tiempo de los 18 maratones que ha disputado (y 15 los ha ganado, y es dos veces campeón olímpico y su récord del mundo, vigente, es de 2h 1m 9s), peor aún que el tiempo de su anterior derrota, cuando fue octavo en Londres 2020. Gabriel Geay, el tanzano cuyo ataque en el kilómetro 30 rompió a Kipchoge, es segundo (2h 6m 4s).
En categoría femenina se impuso la keniana Hellen Obiri (2h 21m 38s), de 33 años, dos veces medallista olímpica de plata en 5.000m, que corre con las zapatillas On, las mismas que el mediofondista salmantino Mario García Romo, y es de su club, y corría solo su segundo maratón.
Los campeones de Boston tienen que cruzar solos la última esquina, el giro a la izquierda a la recta final de Boylston Street. Nadie delante, nadie detrás a donde la vista alcance. Y así lo hace Kipchoge. No ve a nadie delante, nadie parece seguirle. No se deja engañar. No siente la soledad del campeón, sino la del abandonado. La carrera ha seguido sin él, que, siempre fiel a sí mismo, se niega a abandonar. Termina serio. Abatido. Casi sin fuerzas. Le tienen que ayudar a ponerse un chubasquero mientras él intenta sonreír, su gran sonrisa que esconde el sufrimiento cuando gana también, y a uno que parece preguntarle al oído qué le ha pasado, por qué no ha ganado, le responde con su simple gesto de la mano señalándose la pierna izquierda. Echa andar hacia la tienda vestuario y lo hace cojeando vistosamente. Todos le aplauden, campeón. Una vida de monje en Kaptagat, en las montañas de Kenia.
Todos los grandes campeones del pasado, también, caen un minuto justo después de parecer invencibles. Alcanzan sus límites y los sobrepasan, y sucumben con un boom inesperado justo cuando se preparan para atacar. Hace siete meses, en el maratón de Berlín, Kipchoge llegó a su cima con su récord del mundo, y sucumbe con un boom Kipchoge, el atleta que creíamos sin límites, al pie de la colina Heartbreak (rompecorazones), kilómetro 32, una tarde de bruma y lluvia en las carreteras empinadas que llevan al corazón de Boston, 10 grados, 93% de humedad, ligero viento del este, de cara al grupo de los mejores que Kipchoge, pastor del rebaño de todos los mejores maratonianos, conduce con su ritmo de metrónomo desde el primer minuto. Todo el aire para él, todo el peso, toda la responsabilidad. Aceras atestadas tras las vallas. Policías grandes como armarios y grandes chalecos hiviz cada 10 metros en el décimo aniversario de las bombas que mataron a tres espectadores.
Un escenario en el que Kipchoge no se mueve a gusto. Las cuestas. La lluvia. Está nervioso. Hace gestos a los demás, les pide que hagan algo, que no solo le sigan. Se quita la bandana de la cabeza, se quita los guantes y los arroja al suelo, y todos le imitan. Se acerca al momento con las manos desnudas que, torpes, no logran agarrar una botella de avituallamiento, unos gramos de glucosa preciosos, necesarios para evitar el desfallecimiento. La botella cae sobre la mesa.
Como si fuera la señal, Geay acelera. Kilómetro 30. Minuto 90. Kipchoge cede. Dos kilómetros más adelante, en la colina, rompe el corazón a todos su incapacidad para seguir la carga de Chebet, de Kipruto, de Geay, de todos a los que pastoreaba hasta hacía nada. Chebet y Kipruto, ambos kenianos, ambos miembros del mismo club, trabajan en común, desactivan al tanzano. Hablan entre ellos, Maquinan. Como si fuera un ciclista, Kipruto se come el viento y tira de Chebet, que a falta de dos kilómetros lanza su ataque definitivo.
El sentimentalismo está prohibido. Kipchoge encuentra la soledad total en Boston, donde chocó ya Abebe Bikila, donde solo un campeón olímpico, el italiano Gelindo Bordin (1990), ha ganado. No el más grande. Los desafíos imposibles siguen existiendo, y los aficionados lo agradecen. Y lloran.