El jalisciense Roberto Montenegro se bajó del barco que lo devolvía a su patria, después de años. Mucho tiempo después, al escribir sus memorias, reconoció que México lo desconcertaba. Era 1920 y funcionarios carrancistas le habían tendido la mano para que pudiera regresar a nuestro país. No sabía que, después de los años de estudio europeo y sus obras tempranas, acabaría involucrado en uno de los proyectos más importantes de lo que hoy llamamos posrevolución.
Un chamaco talentoso
Los primeros trabajos artísticos del jovencito Montenegro, nacido en 1887, fueron para ilustrar algunas obras de un primo suyo, que ya hacía carrera en las letras: Amado Nervo. Es curioso que, siendo hijo de un militar de prestigio, en su hogar nadie le pusiera cortapisas a su talento gráfico y a su deseo de estudiar arte.
Un brasileño establecido en Guadalajara, Félix Bernardelli, fue su profesor hacia 1904. Pero el destino era muy claro: la ciudad le quedaría corta al muchacho muy pronto. De modo que se fue a la capital para inscribirse en la Academia de San Carlos, donde fue alumno de los grandes maestros, consagrados en los días porfirianos: Antonio Fabres, Germán Gedovius, Leandro Izaguirre.
Por medio de su primo Amado, el joven Montenegro empezó a conocer a los habitantes del mundillo cultural de principios del siglo XX. De ahí salió un trabajo interesante: comenzó a hacer ilustraciones para la innovadora Revista Moderna.
Trabó amistad con quienes, a la larga, serían personajes destacados en la vida intelectual del México surgido de la revolución. Desde entonces conoció a Diego Rivera, a Jorge Enciso y a José Juan Tablada. No eran malos tiempos para los jóvenes talentosos: Montenegro obtuvo una beca para irse a París en 1906, cuando tenía 19 años.
Fueron días que Montenegro recordaría como de estrechez, pero jubilosos. En algún momento, él y sus amigos se impresionaron por el trabajo de artistas del decadentismo y el Art Nouveau europeos. A Montenegro y a Tablada les influyó, notoriamente, la obra de un inglés que, entre otras cosas, había ilustrado la “Salomé” de Oscar Wilde: Aubrey Beardsley. Aunque lo suyo eran las letras, Tablada se animó a copiar algunas pequeñas obras del inglés. Montenegro realizaría numerosos dibujos que no negaban la influencia de Beardsley.
En París, Montenegro hizo amistad estrechísima con Gerardo Murillo, apodado el Dr. Atl. Mil y una travesuras cometió Murillo, como buen artista bohemio, a veces embarcando a Montenegro. Y es que escuchaban, hacia 1910, el ruido que en México hacía la palabra “revolución”. Se trataba, le decía Atl a Montenegro, de participar también, de aportar, desde la trinchera del arte, algo a ese cambio que se estaba operando en la patria lejana.
Montenegro regresó a México, decidido a ver qué ocurría después de la revolución maderista. No le debe haber entusiasmado mucho lo que vio -y darse cuenta de que algunos de sus amigos cercanos, como Tablada, eran furibundos antimaderistas- porque en 1912, antes del golpe de Estado que derrocó a Madero, se regresó a Europa, para intentar valerse por sí mismo. Ya no había montones de becas para estudiar, aunque sí las había para sacar del escenario a algunos personajes incómodos, como el veracruzano Ernesto García Cabral, autor de algunas de las caricaturas más sangrientas contra Madero, y que se publicaban en el semanario Multicolor. Para él sí hubo beca para París.
La primera guerra mundial sorprendió a Montenegro en Europa. Los cuatro duros años del conflicto, los pasó refugiado en Mallorca. En aquel sitio que sin dudar calificaba de “paraíso”, pintó un mural: “Alegoría de las Baleares” y otros trabajos. México era un sueño lejano, empapado en sangre.
España era un refugio que lo mantenía a salvo de los horrores de la guerra mundial. Una editorial de Barcelona lo contra para que ilustrara una dición para niños de La Lámpara de Aladino. No lo sabía el tapatío, pero era una chispa que años después se convertiría en llama.
La vuelta definitiva a México
Hacia 1920, el azar llevó a España al general Cándido Aguilar, nombrado por Carranza ministro de Relaciones Exteriores, con algún encargo de don Venustiano. Conoció a los viejos y a los jóvenes que hacían su vida en torno a la representación mexicana en España, desde Luis G. Urbina, hasta Artemio de Valle Arizpe. Por esas amistades el militar conoció a Montenegro, y le manifestó su deseo de conocer el estudio de alguno de los grandes pintores españoles del momento. Quiso el destino que Montenegro hiciera gestiones para llevar a Aguilar al hogar de Joaquín Sorolla, mago de la luz.
Y hubiera sido la visita perfecta, salvo porque Sorolla, antes de mostrar sus obras, le puso al general Aguilar una buena regañada, porque el gobierno mexicano se había desentendido de un talento como el de Montenegro, que, en los hechos, estaba semivarado en Europa, sin recursos para regresar a su patria y sin apoyos para perfeccionar su trabajo artístico.
Aguilar encajó con finura el reclamo, y consoló al apenadísimo Montenegro, que no esperaba el arranque de Sorolla. De hecho, dio al jalisciense el dinero necesario para moverse a París, a recoger algunas pertenencias que se habían quedado atoradas ahí por la guerra, y se embarcó en Havre para volver a México.
La nueva mirada
Montenegro regresó y se dio cuenta de que los años pasados en la ciudad de México no le habían enseñado a mirar el arte popular, las artesanías, las construcciones virreinales. Le dieron trabajo: Carranza lo contrató para que trabajara en el decorado del Teatro Nacional, que seguía sin terminarse, y así permanecería mucho tiempo, porque era 1920, y a don Venustiano lo asesinaron ese año. Creyó Montenegro que volvería a la penuria.
Pero no fue así, porque también sus amigos estaban de vuelta en México, y ya estaban en contacto con los sonorenses triunfantes. Fue así que se integró a los grupos de vanguardia plástica que se involucraron con el gobierno posrevolucionario de Álvaro Obregón.
La conmemoración del centenario de la Consumación de la Independencia, en 1921, fue la coyuntura propicia para que los jóvenes creadores de la época se vincularan al Estado. Montenegro fue uno de ellos, pues, junto con Jorge Enciso y el Doctor Atl, promovió la creación de una Exposición de Arte Popular, como parte de los festejos se anunciaron como dedicados al pueblo de México, a diferencia de los realizados en 1910.
El proyecto de la Exposición de Arte Popular fue acogido con interés por el gobierno obregonista y con entusiasmo por la prensa de la época; tuvo un doble fruto: se trataba, en general, de una conmemoración que apuntaló un intenso trabajo diplomático encaminado a obtener reconocimientos y una nueva valoración de México, en el entorno internacional, después de diez años de guerra civil. Al mismo tiempo, generó una oportunidad para replantear las ideas nacionalistas derivadas del ideario revolucionario.
Ese “resurgimiento” del nacionalismo fue adoptado con presteza por la población: las flappers se pusieron trenzas postizas para lucir los trajes de chinas poblanas, y la figura del charro adquirió un nuevo prestigio. Resultó atractivo para el gobierno federal mostrar a propios y extraños la producción artesanal, traída de todas partes del territorio mexicano, y mostrar, con ello, un interés marcado en el rescate de las manifestaciones culturales que habían sobrevivido a una década de estrechez y violencia.
Tan relevante resultó el proyecto de la exposición para los fines diplomáticos del Estado, que las crónicas escritas en septiembre de 1921 coinciden en dos cosas: una, en la forma en que el presidente Álvaro Obregón actuó como guía para los embajadores invitados a la inauguración, mostrando las peculiaridades y el fino trabajo de algunas piezas, y la otra, los buenos oficios, y el amor por las tradiciones nacionales de los “jóvenes e ilustres” Montenegro y Enciso.
El éxito de la exposición no solo hizo visibles a los dos jaliscienses, sino que dio origen a una larga relación entre los creadores y el Estado mexicano: el siguiente paso sería la encomienda a Montenegro de la realización del mural en el antiguo colegio de San Pedro y San Pablo, a un par de cuadras de donde se levantaría el edificio para la nueva Secretaría de Educación Pública, y después ambos artistas se verían involucrados en la ornamentación de las oficinas, nada menos, que del mismísimo José Vasconcelos, en el nuevo ministerio.