Con una entrada triunfal en el salón del Trono de los zares del Kremlin, el presidente ruso, Vladímir Putin, juró este martes un nuevo mandato, el quinto desde que se hizo con las riendas del país en 1999 y que le mantendrá en el poder otros seis años, hasta 2030.
Poniendo su mano en la Constitución rusa, que él mismo reformó para perpetuarse en el poder, Putin juró “respetar y proteger los derechos y libertades del ciudadano”, los mismos que viola sistemáticamente desde que tomó el poder, como comprobó en carne propia el único rival opositor que podría haberle hecho sombra en las elecciones: Alexei Navalni, muerto misteriosamente en una cárcel del Ártico ruso.
El nuevo sexenio arranca marcado por algunas victorias militares parciales en Ucrania, luego de tres años de guerra estancada (su soberbia le llevó a creer que podía conquistar Kiev en unas 48 horas”), tiempo en el que la propaganda del Kremlin ha censurado cuántos soldados rusos han muerto ya en el campo de batalla, que la inteligencia occidental estima en centenares de miles.
«Juntos venceremos»
“Juntos venceremos”, prometió Putin al pueblo ruso al final de su discurso en referencia a la guerra de Ucrania, aunque ya no se atrevió a poner una fecha ante una evidencia que lo frustra enormemente: Rusia difícilmente ganará la guerra mientras el demócrata Joe Biden siga de presidente de Estados Unidos y siga enviando ayuda militar multimillonaria a Kiev. Por eso, el presidente ruso no ve la hora de que Donald Trump, quien siente una extraña debilidad por el líder ruso, gane las elecciones de noviembre (para lo que podrá contar con la ayuda de sus ciberpiratas) y regrese en enero a la Casa Blanca.
El «tonto útil» que Putin necesita
Como dejó claro en su discurso de investidura, el objetivo prioritario de Putin en este sexenio es ganar la guerra de Ucrania lo antes posible, para lo que no duda en atacar sus ciudades y aterrorizar a la población, con la esperanza de que, si no lo logran sus soldados en el frente de batalla, sean los propios ucranianos, los que, hartos de guerra, fuercen al presidente Volodimir Zelenski a rendirse y a negociar un armisticio que contemple, por supuesto, el reconocimiento de que los territorios anexionados son parte de Rusia, y el compromiso de Kiev de no adherirse a la OTAN bajo ninguna circunstancia.
En caso de que el pueblo ucraniano no quiera o no pueda forzar la rendición de su gobierno “neonazi”, según la propaganda mentirosa rusa, Putin cuenta con que su “tonto útil americano”, el de nuevo presidente Trump, corte en seco la ayuda militar de EU a los ucranianos, facilitando así que Rusia gane la guerra, por superioridad aplastante en los frentes de batalla.
De lograr una pronta victoria en Ucrania, Putin se consagraría como el nuevo héroe que necesitaba la Madre Patria Rusia, luego del agujero en el que cayó la superpotencia euroasiática con el cambio de milenio.
Someter a Ucrania, la que fuera segunda mayor república soviética después de Rusia, sería para Putin un cañonazo de estima y la señal que esperaba de que está en el camino correcto para satisfacer sus ambiciones megalómanas. No olvidemos que el presidente ruso (antiguo agente del KGB) no se cansa de repetir que el colapso de la URSS y su partición en 17 países diferentes fue “la mayor catástrofe” geoestratégica del siglo XX.
No hace falta ser un estudioso de la personalidad de Putin para saber que, si gana la guerra de Ucrania, no se va a parar hasta intentar cumplir una promesa que hizo hace muchos años, cuando todavía no era muy peligroso: no podemos dejar desamparados a los millones de rusos que quedaron atrapados en minorías en otros países.
Ese fue el gravísimo error que EU y sus aliados, distraidos por la resaca tras ganar la guerra fría, no pusieron un alto cuando Putin empezó a armas a las miorías rusas en Georgia, hasta lograr que controlaran de facto Abjazia y Osetia del Sur.
Siguiendo, pues, su destino: los dos países que estarían en peligro de invasión inminente serían otras dos exrepúblicas soviéticas, la balcánica Moldavia y la caucásica Georgia, ninguna de las dos protegidas por el paraguas de la OTAN, como sí están Polonia, Estonia, Lituania o Letonia, que miran angustiados con un ojo al este a sus antiguos amos moscovitas, y con el otro esperanzados al oeste, de donde esperan que llegue la ayuda de los aliados en caso de que sean atacados.
Putin sabe (y podría sacar provecho algún día) que Trump en más de una ocasión ha llegado a decir que EU no tiene por qué acudir en ayuda de un miembro de la OTAN atacado y que incluso ha “animado” a Rusia a que se “encargue” de su patio trasero en el este de Europa, en caso de que los países no paguen lo que deben a la OTAN o no doble sus presupuestos en Defensa, violando así el principio sagrado de la Alianza Atlántica de defensa mutua.
El mundo aún no es del todo consciente del peligro que corre, si gana Trump y se convierte en la marioneta de Putin, como todo apunta.
Un chanaje a su debido tiempo
El nuevo “zar ruso” —cuya carrera meteórica al Kremlin fue impulsada por el sentimiento de humillación y resentimiento por el trato prepotente de EU, la potencia ganadora de la Guerra Fría, hacia Rusia, la perdedora— podría usar precisamente la carta de sus ambiciones expansionistas a su favor.
A sabiendas de que las duras sanciones occidentales que dañan a Rusia no iban a levantarse ante una eventual victoria en Ucrania (sino más bien todo lo contrario), podria chantajear a Trump (o a Biden, si el demócrata finalmente gana en noviembre) comprometiéndose a no invadir otras naciones del este de Europa o a desestabvilizar sus gobiernos, a cambio del levantamiento de las sanciones.
De ocurrir todo esto mencionado en los próximos meses o años, empezando por el regreso al poder de Trump, un día no tan lejano la Historia relataría cómo la grave falta de visión estratégica del republicano contribuyó a que “Rusia vuelva a ser grande de nuevo”, sin percatarse de que la alianza estratégica del nuevo imperio reconstruido ruso y su alianza estratégica con China (que Putin no tiene la menor intención de romper, ni siquiera para devolverle el favor a Trump), sería la puntilla para acabar con el imperio estadounidense, y con él la civilización occidental construida en las libertades individuales y en sus poderes para impedir o corregir los abusos de un Estado con tentación autoritaria.
De hecho, durante su discurso de investidura, Putin apeló a la historia y a sus antepasados para arrogarse una misión imperial. “Ellos conquistaron alturas aparentemente inaccesibles. Sabían que solo era posible alcanzar la grandeza con el país y el pueblo unidos. Crearon una potencia mundial, nuestra patria, y sus triunfos nos inspiran”, afirmó, tras aseverar que su búsqueda de la grandeza debe continuar: “Hoy debemos responder ante nuestra historia milenaria, ante nuestros antepasados”.
Pero Putin no es tan descerebrado como Trump y sabe Rusia no puede (ni quiere) estar permanentemente enfrentada con Occidente, especialmente con Europa, con la que comparte sentimientos mutuos de amor-odio-desconfiaza y son innumerables los lazos históricos, culturales y comerciales desde hace siglos.
Diálogo con Occidente, con condiciones
Putin insistió en su mensaje que está dispuesto a dialogar con Occidente “incluso sobre cuestiones de seguridad y estabilidad estratégica”, pero “solo en igualdad de condiciones y respetando los intereses de cada uno”.
“Continuaremos trabajando para formar un orden mundial multipolar”, declaró, subrayando que este orden debe estar basado en un Estado “fuerte” (contrario al individualismo liberal de Occidente) y apoyado en “los valores y tradiciones familiares centenarios, en alianza con el gobierno y las organizaciones civiles y religiosas”.
Esta es, por tanto, el mundo multipolar que vende Rusia (y que le compran los regímenes autoritarios en el mundo: Cuba, Nicaragua, Venezuela, Irán, China y Corea del Norte, además de los nuevos gobiernos golpistas africanos), y es también la hoja de ruta de Putin para este sexenio, en el que profundizará en el adoctrinamiento patriota en las escuela e incentivará a las rusas a tener hijos, tras diagnosticar que la mayor amenaza para su imperio en construcción no es el peligro exterior o la amenaza nuclear, sino la alarmante baja natalidad que sufre Rusia inexorablemente.