Hace una semana, la Policía Nacional salvadoreña publicaba el siguiente tuit: “Finalizamos el martes 18 de junio, con 0 homicidios en el país”, completando así nueve días seguidos sin asesinatos y 120 días con saldo blanco de los 140 transcurridos desde el 1 de enero de 2024 hasta el martes de la semana pasada.
En un país asociado con la violencia de las pandillas, este récord de días sin homicidios suena tan raro como lo fue el caso contrario: cuando fue noticia el asesinato de una joven el 14 de enero de 2017 en Islandia, uno de los poquísimos países del mundo donde la lacra del homicidio doloso es prácticamente inexistente.
Este sueño islandés —una utopía en América Latina, la región más violenta de mundo debido a su desigualdad, la impunidad y la presencia cercana de EU, el mayor consumidor de drogas del mundo…y el mayor tradicante de armas— es el que espera lograr el joven Nayib Bukele, el presidente-influencer salvadoreño, con su estratégia de “cero tolerancia” con los criminales, siguiendo un modelo parecido al que impuso con éxito a finales de los 90 el alcalde de Nueva York, Rudolf Giuliani, y en la dirección contraria a la estrategia de “abrazos, no balazos” que aún promueve el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, pese a su evidente fracaso.
Del más violento al menos
Según la web especializada Insight Crime, en 2015 la tasa de homicidios de El Salvador en 2015 fue de 106.3 por cada 100,000 habitantes, recuperando el primer puesto en el ranking de los países más violento del mundo, que tuvo en la década de los 90 —tras la guerra civil y el surgimiento de las pandillas— y que arrebató de nuevo a la vecina Honduras.
Pero en 2023 la situación dio un vuelco de 180 grados. El Salvador cerró con una tasa de homicidios de 2.4 por cada 100,000 habitantes, la tasa más baja de América Latina, dejando rezagados en este combate a países pacíficos como Uruguay (11.2), o a las dos potencias regionales, México (23.3) y Brasil (18.7), y desde luego a estados fallidos como Haití (40.9), o el caso más alarmante de Ecuador, que pasó de ser un país relativamente tranquilo a uno de los más violentos del mundo (44.5).
Pero ¿qué ha pasado para que el país de la Mara Salvatrucha tenga ahora la mitad de la tasa de homicidios que EU (6.2) y haya alcanzado a Canadá (2.2)?
Intento fallido de «abrazos, no balazos»
Cuando Nayib Bukele se impuso en las elecciones de 2019 a su antiguo partido, el FMLN (exguerrilla) y a Arena (derecha), heredó una tasa de 103 homicidios por cada 100,000 habitantes.
El 20 de junio de 2019, a tan sólo veinte días de asumir el poder, Bukele lanzó el “Plan Control Territorial”, cuya primera fase fue contar con el Ejército para recuperar el control en las zonas del país en manos de las mafias criminales. La segunda fase del plan se enfocaba en modernizar todas las fuerzas armadas del país, dotándolas de mejores equipos a la Policía Nacional Civil (PNC) y Fuerza Armada de El Salvador (FAES), con mejor armamento, chalecos antibalas, radios, mejores patrullas, helicópteros, drones, cámaras nocturnas en las calles y más puestos policiales.
Para financiar su ambicioso plan de modernización de las Fuerzas Armadas solicitó al Congreso que le autotizara pedir a Estados Unidos un préstamo de 109 millones de dólares, pero se topó con la negativa de los diputados del FMLN y de Arena, que hicieron causa común contra el presidente, aprovechando que su partido, Nuevas Ideas, era minoritario en el Legislativo, y alegando que no había transparencia en cuanto al destino final del dinero, en manos de un presidente al que acusaban ya de tener tics autoritarios.
Efectivamente, la reacción de Bukele llegó en forma de una exhibición de autoritarismo inédita. El 9 de febrero de 2020 irrumpió en el Congreso rodeado de militares armados para exigir que le firmaran su plan contra la violencia.
Menos de un año después desde la aplicación de su Plan de Control Territorial, los resultados estaban a la vista: los asesinatos disminuyeron un 51.3%, un éxito que fue cuestionado por el Departamento de Estado de Estados Unidos, que denunció que esta caída de la violencia se debió en gran parte a que el gobierno de Bukele había negociado en secreto con las maras (pandillas criminales) para liberar a líderes en la cárcel, a cambio de paz en las calles.
El gobierno salvadoreño negó que hubiera pactado con la Mara Salvatrucha y enfrió las relaciones con Washington. Pero, el 9 de noviembre de 2023, las autoridades mexicanas anunciaron la captura de Élmer Canales Rivera, alias Crook, uno de los miembros históricos de la Mara Salvatrucha, quien supuestamente debía estar en una cárcel salvadoreña.
En cualquier caso, esta política de “abrazos, no balazos” de Bukele fracasó antes incluso de que se conociera el arresto en México del líder criminal, luego del estallido de la violencia del 25 y el 27 de marzo de 2022, que dejó un récord de 88 asesinatos.
Guerra sin cuartel
Ese mismo domingo 27 de marzo de 2022, que coronó un fin de semana sangriento, Bukele dio un puñetazo en la mesa y declaró la guerra sin cuartel a las pandillas.
Desde entonces impera el estado de excepción en El Salvador, que tiene una duración de treinta días, pero que se ha prorrogado de manera consecutiva hasta nuestros días, y que permitió aumentar el tiempo de detención sin cargos de tres a quince días, permitió al gobierno vigilar las comunicaciones de la ciudadanía sin una orden judicial, y aumentó las penas a los líderes pandilleros (de 40 a 45 años) y de los miembros de la pandilla (de 20 a 30 años).
En estos casi dos años y medio de El Salvador bajo “estado de excepción”, la población reclusa ha pasado de 30 mil a casi 100 mil.
Las imágenes de cientos de presos, hacinados y agachados bajo las botas de los uniformados ha causado preocupación entre activistas y algunos gobiernos, pero también ha causado admiración entre algunos líderes de la región, como el presidente ecuatoriano Daniel Noboa y el argentino Javier Milei, quien envió a su secretaría de Seguridad de Argentina, Patricia Bullrich, a visitar la nueva atracción de El Salvador, la macrocárcel Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) y a estudiar in situ el modelo que quiere replicar en Argentina, pasando por alto las más de 6 mil denuncias de atropellos a los derechos humanos, en su mayoría por detenciones arbitrarias, torturas e incluso desapariciones.
Pero el veredicto popular es inapelable: Bukele fue reelegido en febrero de 2024 con el 85% por ciento de los salvadoreños, un récord mundial, y lo hicieron presentando un dato contundente: en 2015 fueron asesinados 6,656 salvadoreños, una cifra muy dura de digerir para un país de apenas 6.2 millones de habitantes; mientras que, en 2023, ya bajo el gobierno de Bukele, fueron asesinados 154, la menor cifra desde que hay registros.
Sin embargo, sería un error trágico interpretar este apoyo arrollador en las urnas como una licencia para reprimir impunemente y caer en la tentación de la deriva presidencial autoritaria, sin someterse al control de los otros poderes y de la prensa.
También en su día el pueblo peruano premió a Alberto Fujimori cuando logró derrotar al terrorismo (y exhibió al líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, con su uniforme de preso). Empoderado por este éxito y el apoyo popular, el presidente peruano acabó asestando un autogolpe de Estado, tras el cual extendió su paranoia persecutoria antiterrorista a decenas de miles de peruanos, la mayoría sin relación alguna con las guerrillas, miles de los cuales fueron torturados y asesinados.
Bukele ya ha logrado o está en camino de derrotar la violencia de las maras, algo inconcebible hasta hace poco; en sus manos está que no siga el camino autoritario y represor de Fujimori, y que remate su proeza combinando la firmeza contra el crimen con el respeto a los derechos humanos de todos, de los presos y de los ciudadanos.