Amigas, amigos:
Hoy rindo ante ustedes y ante el pueblo y la nación mi último informe de gobierno y lo hago más convencido que nunca de que lo mejor de México es su pueblo, heredero de civilizaciones que florecieron desde mucho antes de la llegada de los invasores europeos. Gracias a la raíz de esas culturas prehispánicas de ese México profundo, las mexicanas y los mexicanos de hoy son, en su inmensa mayoría, trabajadores, solidarios y honestos. El legado de principios buenos que se transmitieron de generación en generación y que no han desaparecido –a pesar de la opresión, el clasismo y el racismo–, es lo que nos distingue y sitúa como un país de virtudes y grandeza.
De esa raíz y de ese tronco proviene también la singular y espléndida historia política de México.
No olvidemos que los padres de nuestra patria, Hidalgo y Morelos, no sólo lucharon por la Independencia, sino también por la abolición de la esclavitud y en contra de la desigualdad; Juárez estableció el Estado laico y entre 1910 y 1917 nuestro país protagonizó la primera revolución social del siglo XX.
Aquí los hermanos Flores Magón lucharon por los derechos de los trabajadores; aquí se levantaron en armas el revolucionario del pueblo, Francisco Villa, y el más auténtico defensor de los campesinos, Emiliano Zapata, en demanda de libertad, tierra y justicia. ¿Cuántos demócratas, lo digo con respeto, en el mundo, cuántos demócratas sinceros han existido como Francisco I. Madero? ¿Cuántos presidentes han profesado tanto amor al pueblo pobre como el general Lázaro Cárdenas del Río?
De eso estamos hechos los mexicanos; somos herederos de un pasado grandioso y de una historia excepcional y fecunda.
Ello explica en buena medida por qué no nos tomó mucho tiempo revertir la decadencia que se produjo con la política neoliberal o neoporfirista y cómo pudimos, relativamente pronto, fincar las bases para iniciar una etapa nueva que ya se conoce e identifica como la Cuarta Transformación de la vida pública de México.
Aun cuando no desdeñamos las ideas y las obras de los grandes pensadores y políticos en la historia del mundo, siempre nos hemos inspirado en quienes han luchado por las causas humanistas y patrióticas en nuestro país.
Supimos que Hidalgo decía, hace más de 200 años, que el único dios de los oligarcas era el dinero; conocimos los Sentimientos de la Nación de Morelos que recomendaba “elevar el salario del peón” y “educar al hijo del campesino igual que al hijo del más rico hacendado” y proponía crear tribunales para proteger al débil de los abusos que comete el fuerte; nos aprendimos de memoria las sabias palabras de Juárez, díganme si no, de que “con el pueblo todo, sin el pueblo nada”; seguimos el precepto de Ricardo Flores Magón de que “sólo el pueblo puede salvar al pueblo”; no olvidamos cuando a Zapata le ofrecieron un rancho, un latifundio y contestó que él no había entrado a la Revolución para hacerse hacendado; escuchamos que el claridoso de Villa opinaba que el país debía ser gobernado por alguien que realmente quisiera a su gente y a su tierra y que compartiera la riqueza y el progreso; cómo ignorar el lema del Apóstol de la Democracia, Francisco I. Madero, “sufragio efectivo, no reelección”, o la sentencia de Lázaro Cárdenas según la cual “gobierno o individuo que entrega los recursos naturales a empresas extranjeras, traiciona a la patria”.