Por: Esmeralda Ixtla Domínguez
Desde muy temprano, hay mujeres subiendo al camión, iniciando la jornada, una que tiene hora de llegada pero no siempre de salida.
Son las trabajadoras del hogar. Las que llegan temprano, las que limpian el desorden ajeno, las que cuidan a los hijos de otras mientras los propios crecen al cuidado de alguien más.
En México, más de 2 millones de personas se dedican a esto. La gran mayoría son mujeres. Y aunque desde 2019 la ley les reconoce el derecho a un contrato, salario digno, vacaciones, aguinaldo y seguridad social, muy pocas lo tienen, a pesar de que la Ley Federal del Trabajo, lo establece con claridad, la costumbre y la desigualdad siguen teniendo más fuerza que el papel.
“No se puede”, dicen muchos empleadores cuando se les habla del seguro, y en efecto: así se ha hecho siempre, sin prestaciones, sin estabilidad, siempre bajo la lógica de la informalidad disfrazada de “ayuda”.
Y eso que hacen, ese trabajo silencioso y constante, no se llama “ayuda”. Se llama trabajo. Trabajo que sostiene hogares, que permite que otras personas puedan salir a trabajar, que hace que las casas estén limpias o los hijos cuidados.
El problema es que cuando se habla de derechos laborales, casi nadie piensa en ellas. Una figura que está, pero que no se ve del todo. Que hace todo, pero no siempre se le reconoce como trabajadora.
A veces ni siquiera ellas se nombran así, sin embargo, son indispensables y vulnerables.
La Corte ha dicho con todas sus letras: no puede haber empleos de segunda. Pero en la práctica, todavía si los hay ciudadanías de segunda. Mujeres que todos los días cruzan la ciudad para cuidar lo que no es suyo, sin saber si mañana seguirán teniendo ese ingreso. Sin seguridad social, sin jubilación, sin estabilidad.
Lo más injusto es que el país funciona gracias a ellas, pero pocas veces se les incluye en las decisiones. En los discursos. En las políticas públicas.
Por eso cuando hablamos de justicia social, el trabajo del hogar debería ser el primer tema, no el último.