Por: José Ángel ViGo
Cocinar para sanar: El dolor especiado es más liviano.
Aprender a amarse uno mismo es tan difícil como una masa sin grumos, churros sin azúcar o un pan duro; igual que prepararnos algo de comer, pues, tenemos que aprender a tomar fuerzas, ganas e ímpetu para cocinarnos algo digno y rico.
Desde hace años he podido observar como cocinero, docente y ser humano cómo la cocina transforma en diferentes sentidos. No es solo ingredientes, sabores o fuego, también se refiere a transformar personas.
Muchos estudiantes llegan a sus aulas arrastrando tristezas que no siempre se pueden nombrar, a veces lo único que los devuelve al presente es preparar un buen platillo en cada clase en cocina, con cada risa de sus compañeros, la mano amiga de otro cocinero que sin saberlo te está reconfortando de una manera tan mágica como invisible a su vista.
Esta columna no hablará de recetas ni de técnicas, aprenderemos sobre algo más profundo, de cómo en los momentos más difíciles hay quienes se salvan cocinando.
Hay momentos en la vida donde las palabras no alcanzan, donde el cuerpo pesa más que el alma y donde lo único que calma el ruido interno es el vapor de una olla hirviendo. En esas horas oscuras de duelos, rupturas, ansiedades, diagnósticos y vacíos hay quienes se salvan entre grasa y calor. No solo se cocina para alimentar a otros, sino para no perderse a sí mismos.
La cocina como templo y confesionario: Hay quien corta cebolla para llorar sin dar explicaciones, existe quien amasa pan para recordar que todo lleva tiempo, incluso uno mismo y existimos quienes hervimos un caldo en silencio porque no sabemos cómo hablar del dolor, pero aún queremos ofrecernos consuelo.
No es novedad que la cocina tenga un poder curativo, lo sabía la abuela que preparaba chocolate caliente cuando veía a alguien triste, lo intuye quien vuelve a preparar el platillo favorito de un ser querido que ya no está, incluso algunos terapeutas recomiendan actividades culinarias como parte de la reconstrucción emocional.
Hoy, más que nunca, en tiempos de ansiedad y enfermedades mentales normalizadas, pero no bien atendidas urge hablar de la cocina como acto de sanación; no desde el perfeccionismo del emplatado ni el ritmo frenético del servicio, más bien desde la honestidad de lo cotidiano, desde esa escena en la que alguien prende la estufa para no apagarse por dentro.
La psicología ya lo nombra y degusta: Cocinar puede ser una forma de ‘mindfulness activo’, que significa ‘ser consciente de tus pensamientos, sentimientos y sensaciones corporales, sin quedar abrumado por ello’, un ritual de presencia total. Los sentidos se alinean, el cuerpo se mueve con propósito, el caos mental se detiene un momento para escuchar cómo chisporrotea el ajo en el sartén; la cocina entonces no sólo nutre el cuerpo, sino que a veces le recuerda al alma que aún puede crear y creer.
Otro enfoque dulce salvavidas: Existen quienes encontraron en la gastronomía una segunda oportunidad, exconvictos que aprendieron panadería y hoy tienen un negocio propio, viudas que vendiendo tamales salieron adelante, jóvenes con ansiedad que en la gastronomía encontraron rutina, identidad y refugio, y chefs, muchos chefs, siendo testigos de que el fogón los ha salvado más de una vez del abismo inminente, de caer, doblegarse o sucumbir ante la miseria y oscuridad.
No todo es miel sobre hojuelas: También hay personas que por cocinar para otros se olvidan de sí, olvidan su propio existir y solo existen para satisfacer a otros, pero esa es una herida para otra columna, hoy celebremos a los que prenden una estufa en medio de la tristeza, el que pela papas para no deshacerse, la persona que dice ‘te quiero’ con un guiso, cuando se cocina para sanar, aunque nadie te lo haya enseñado.
Porque a veces, cuando no hay palabras, se sirve un platillo memorable y con eso basta. No se necesitan palabras para poder decir tantas cosas a gritos, en un platillo se puede gritar a los cuatro vientos todo lo que uno desee; así de compleja suele ser la gastronomía amigos.
Mi nombre es José Angel Victorino Gordillo y quisiera agregar lo emocionalmente pleno y feliz que me he sentido de contar con el privilegio de acompañarlos cada domingo, al menos de forma lectora; agradezco su atención y apoyo; deseo que pasen buenos días, buenas tardes, buenas noches y buen provecho.