Columna: El Rincón del Chef

Por: José Ángel ViGo

“Cocina de ultratumba: platillos que desaparecieron o están en peligro de extinción”.

‘He aquí dulce danza de historias que perduran, a bocados se generan vivencias duraderas, respaldadas van las recetas de la abuela, por cáuselas y hoyas un poco arrumbadas y viejas; poco a poco se deja de lado, lo moderno reemplazó lo memorial, armonioso canto de tristeza se escucha, pues cada receta olvidada es una abuela que calla para siempre; en silencio las penas perduran aún más que lo que se sienten.’

La cocina mexicana es reconocida por su vitalidad, inmensidad y por esa diversidad que va de las cazuelas y anafres humeantes de los tianguis hasta los menús de alta cocina; pero entre tanta abundancia también habitan los silencios, esos vacíos existenciales que nos pegan cual daga en el corazón, platillos que se fueron desdibujando hasta convertirse en recuerdos borrosos, casi fantasmas. La gastronomía al igual que las personas, tiene su propio panteón, aún más triste que la soledad misma en un día nublado.

Joyas que debemos cuidar: Ahí yacen los dulces de convento, pequeñas joyas de paciencia y mística que endulzaban la vida colonial, los camotes perfumados de canela, las cocadas hechas con fuego lento, los suspiros de monja que parecían poesía en azúcar. Hoy sobreviven apenas en ferias ocasionales o en las vitrinas de algunos conventos que resisten a la modernidad; festivales gastronómicos de vez en cuando sacan a relucir estas joyas gastronómicas.

También reposan en ese altar invisible los guisos de temporada, recetas que solo nacían para acompañar un rito; el mole de caderas en Puebla, que aún se defiende contra el olvido, fue durante siglos un banquete otoñal ligado al sacrificio de chivos trashumantes, forjando un ritual de sabores.

En Tabasco, los tamales de pejelagarto son cada vez más raros de encontrar, desplazados por versiones más prácticas; en otras regiones los caldos espesos, los estofados de boda o los dulces de Todos Santos van quedando como anécdotas en boca de los mayores; las alegrías o merengues desplazados por dulces comerciales, ya no se ven niños degustando tan ricos manjares.

El olvido no siempre llega con estruendo: A veces se presenta en silencio, disfrazado de ´vida moderna´, la prisa urbana no tiene tiempo para cocimientos de horas, la industrialización dicta que un platillo debe adaptarse al supermercado para sobrevivir; la globalización impone nuevas modas que arrinconan a las recetas que no se dejan domesticar.

¿Y qué queda cuando una receta desaparece?, no solo se pierde un sabor, se pierde una forma de mirar el mundo, un calendario marcado por la cosecha y la fiesta, un lenguaje de especias y texturas que hablaba de identidad.

Cada platillo extinguido es un archivo quemado de la memoria colectiva, hecho ceniza, hecho olvido, hecho podredumbre.
No todo es muerte: Sin embargo, no todo es epitafio, hoy existe una corriente de cocineros, investigadores y comunidades que buscan rescatar lo que se daba por muerto; recetarios regionales rescatados del polvo, proyectos comunitarios que enseñan a las nuevas generaciones los sabores de antaño, chefs que se atreven a reinterpretar con respeto esas recetas fantasmas.

La ultratumba culinaria aún tiene puertas que pueden abrirse, sin necesidad de fuegos macabros, solo amor a la buena cocina.

Porque en el fondo, la cocina no muere del todo mientras alguien recuerde su sabor, quizá el mejor homenaje que podemos hacerle a esas recetas es volver a cocinarlas, no como arqueólogos de la nostalgia, sino como herederos que dan nueva voz a esas abuelas que un día callaron; abuelas que seguramente les deseaban buenos días, buenas tardes, buenas noches y buen provecho.

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