Por: José Ángel ViGo

“Gastronomía de las haciendas mexicanas: cocina de la época colonial”.
¡Eres un mestizo!, gritó aquel español con lengua arrastrada, sonando tal como siseo de serpiente embravecida; resonando tal palabra, utilizándola cual daga afilada, pero lo que no esperaba era que dicho mestizo portaba aquella prenda, no como velo añejo que causa vergüenza, lo mostraba así bien armadura brillante, colosal y semelhante al penacho de Moctezuma. -Mestizo soy y he de ser, esa es mi esencia y mi virtud más grande, pues mi combinación forja misticidad única-.
La cocina mexicana es un mestizaje vivo, un fogón que aún guarda brasas de todos los continentes; si hay un escenario donde esa fusión se encendió con fuerza fue en las haciendas coloniales, más allá de ser espacios de producción agrícola y ganadera, las haciendas fueron laboratorios gastronómicos donde los ingredientes del Viejo y el Nuevo Mundo comenzaron a dialogar en cazuelas de barro, hornos de piedra y largos corredores perfumados de pan recién horneado.
En estos recintos la cocina no era un simple espacio de servicio: era un corazón latente, organizado jerárquica, donde la cocina mayor atendía a los señores y visitas distinguidas, mientras las cocinas menores alimentaban a trabajadores y sirvientes.
Allí, entre comales, metates y ollas de cobre, se tejió el mestizaje culinario que más tarde sería identidad nacional.
Ingredientes del mestizaje
De España llegaron el trigo, el cerdo, la res, el azúcar, la vid (uva) y el aceite de oliva, de México ya estaban el maíz, el chile, el frijol, el cacao, la calabaza, la vainilla y el tomate; en las haciendas, ambos mundos se unieron:
•El pan de trigo comenzó a acompañar a los moles.
•El vino de uva convivió con el pulque.
•Los cortes de res y cerdo se preparaban con adobos de chile seco.
•Y los postres comenzaron a perfumarse con canela, clavo y almendra.
Platillos y bebidas de hacienda.
La cocina de hacienda no era uniforme: variaba según la región, el clima y los productos disponibles, sin embargo, hay preparaciones que evocan ese tiempo:
•Mole poblano: síntesis de especias, cacao, chiles y panes europeos.
•Carnes en adobo o pipián, guisadas en cazuelas enormes.
•Sopas de pan o de tortilla, servidas en vajillas de talavera.
•Dulces de convento: como camotes, buñuelos o natillas.
•Bebidas: chocolate espeso batido con molinillo, vinos locales, pulque fresco y aguardientes artesanales.
La mesa como escenario social.
En la hacienda, la mesa no era solo un lugar para comer: era un espacio de poder y etiqueta. Allí se mostraba el estatus a través de la vajilla, la cristalería y el menú servido. Para los señores, se organizaban banquetes que duraban horas, mientras en las cocinas menores se alimentaba a los trabajadores con guisos más sencillos, pero igualmente ricos en tradición.
Herencia viva.
Hoy, muchas haciendas convertidas en hoteles o restaurantes conservan ese aire señorial y su cocina se presenta como experiencia cultural; más allá de la nostalgia, lo cierto es que de esas cocinas coloniales nacieron muchas de las bases de la gastronomía mexicana actual: el gusto por el guiso largo, la fusión de ingredientes, la abundancia en la mesa y la celebración del acto de comer como un ritual espiritual y único.
La cocina de hacienda no es un recuerdo estático, es un espejo que nos muestra cómo se construyó la identidad culinaria del país, entre el maíz y el trigo, entre el cacao y la caña, entre el chile y la canela; les deseo buenos días, buenas tardes, buenas noches y buen provecho.
El mestizaje se sigue saboreando y esperemos siga siendo así.
La cocina es como las razas, entre más se combinen, mejor.
