Columna: El Rincón del Chef

Por: José Ángel ViGo

Gastronomía nómada: lo que comían los pueblos que vivían en movimiento.

El nómada no puede ser árbol, no echa raíces en cualquier campo; viajeros van y vienen, rutas intervienen creando nuevas y las que vienen; ¿qué les depara en aquellas llanuras?, ¿qué comerán entre la penumbra?, misterio emerge, pero nada muere cuando en el alma existe el ‘se puede’.

No toda la cocina nace en un hogar establecido, hubieron mesas que se armaban al amanecer y se guardaban con el viento de la noche cayendo sobre sus hombros.

La gastronomía nómada pertenece a los pueblos que hicieron del movimiento su modo de vida y de la naturaleza su benefactor de alimentos; comer no era un acto de rutina, era una forma de supervivencia, coreografiada entre el hambre, el paisaje y el tiempo.
Comer en movimiento: Las sociedades nómadas (cazadores, recolectores, pastores y viajeros del clima) desarrollaron dietas que respondían a una sola certeza y cuestión: la tierra no es fija; según estudios arqueológicos y antropológicos (Cordain et al., 2002; Wilkin et al., 2020), sus alimentos eran portátiles, altamente energéticos y dependientes del entorno inmediato; debían comer y seguir en movimiento; no había menús, había temporadas, no existían recetas escritas, existían memorias.

Entre los cazadores y recolectores, la dieta se componía de carne de caza, pescados, frutos silvestres, raíces y semillas; las grasas eran tesoros energéticos que prolongaban la vida en regiones frías; los pastores nómadas, en cambio, basaban su supervivencia en los animales que acompañaban sus rutas como lo eran cabras, ovejas, camellos o renos, de ellos obtenían carne, grasa (mantecas), leche y productos fermentados como yogurt, queso o kumis, una bebida láctea fermentada muy común entre los pueblos de la estepa eurasiática.

La fermentación fue quizás su mayor alquimia y tesoro, pues más que una técnica era una forma de domesticar con el tiempo alimentos, se convertía la leche perecedera en un alimento estable y nutritivo, capaz de sobrevivir a las largas travesías. La ciencia moderna (a través de análisis proteómicos de cerámica y huesos) ha confirmado que el consumo de lácteos data de hace más de 5,000 años en Asia Central, mucho antes de que los humanos desarrollaran tolerancia a la lactosa (Bleasdale et al., 2021).

Ejemplos que cuentan historia: En el Ártico, los pueblos inuit construyeron su cocina con lo que el hielo ofrecía: focas, peces, ballenas y caribúes; su dieta era casi completamente animal, les proporcionaba las grasas y las calorías necesarias para enfrentar temperaturas extremas. Estudios isotópicos en restos óseos confirman una dependencia absoluta de los recursos marinos, una lección de adaptación extrema (Bocherens et al., 2019).

En las estepas de Mongolia, la leche era la sangre blanca de la vida, allí el pastoreo nómada generó una gastronomía centrada en el lácteo: yogures espesos, mantequillas fermentadas y quesos secos que podían durar meses; los pastores bebían kumis, leche de yegua fermentada, fuente de probióticos y energía.

En América, los pueblos de las Grandes Llanuras seguían el rastro de los bisontes, su sustento absoluto. De él obtenían carne, grasa, piel, herramientas e incluso combustible. La carne se secaba al sol y se mezclaba con grasas y frutos para crear pemmican, un alimento concentrado que podía conservarse por años, antecesor del concepto moderno de “comida de campaña”.

Técnicas que desafiaron al tiempo: El fuego fue su cocina móvil, con él ahumaban, secaban o sellaban la carne en grasa derretida, creando alimentos de larga duración y fácil transporte. En África y Asia, el secado al sol y el salado cumplían la misma función. Aquellos métodos no sólo evitaban el desperdicio, sino que guardaban una sabiduría de equilibrio, nada sobraba, todo se transformaba.

La ciencia del movimiento: La arqueología actual permite “leer” esas dietas a través de huellas invisibles. Los análisis isotópicos del colágeno revelan el tipo de proteínas consumidas; las proteínas conservadas en cerámica muestran rastros de leche, sangre o grasa; y los estudios etnográficos actuales confirman la continuidad de muchas de estas prácticas. La comida nómada, más que simple sustento, fue una forma de conocimiento del entorno. Saber qué raíz calma el hambre, qué carne soporta mejor el viaje o qué fermento cura la fatiga era, literalmente, una ciencia de vida.

Legado y lección: Hoy, cuando el planeta se pregunta cómo alimentar a una población creciente sin devastarlo, la cocina nómada ofrece respuestas antiguas: aprovechar al máximo, conservar sin desperdicio, respetar los ciclos de la naturaleza. La sostenibilidad moderna nació, sin saberlo, bajo el techo del cielo abierto.

Les deseo buenos días, buenas tardes, buenas noches y buen provecho, culminando en reflexión sobre cómo la gastronomía nómada no fue un menú, fue una geografía de sabores en tránsito, donde en cada bocado se llevaba la memoria de un río, de una manada embravecida o de una raíz arrancada de la tierra; si uno cierra los ojos, aún puede imaginar aquel fuego y aromas, rodeados de silencios, donde un pueblo entero se alimentaba de lo único que siempre tuvo consigo “el movimiento”.

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