El hambre no es una condición natural de la humanidad ni una tragedia inevitable, sino el resultado de las decisiones de los gobiernos y los sistemas económicos que han optado por ignorar las desigualdades. O incluso por promoverlas.
El mismo orden económico que niega a 673 millones de personas el acceso a una alimentación adecuada permite que un selecto grupo de 3 mil multimillonarios controle 14.6 por ciento del producto interno bruto (PIB) global.
En 2024, las naciones más ricas contribuyeron a impulsar el mayor aumento de gastos militares desde el fin de la guerra fría, que ascendieron a 2.7 billones de dólares ese año. Sin embargo, no cumplieron el compromiso que habían asumido de destinar 0.7 por ciento de su PIB en acciones concretas para promover el desarrollo en los países más pobres.
En la actualidad vemos situaciones similares a las de hace 80 años, cuando se creó la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Sin embargo, a diferencia de aquella época, ahora no sólo tenemos las tragedias de la guerra y el hambre que se retroalimentan, sino también la urgente crisis climática. El acuerdo entre las naciones creado para resolver los desafíos de 1945 ya no responde a los problemas actuales.