Columna: El Rincón del Chef

Por: José Ángel ViGo

“La mesa como escenario teatral: si Van Gogh o Miguel Ángel fueran cocineros, esto te enseñarían”.

Hay mesas que no sólo alimentan, nos narran historias. Frente a ellas, el comensal se convierte en espectador de una obra efímera, en donde el plato es protagonista, los cubiertos son utilería y el chef un director que busca provocar emociones antes incluso del primer bocado.

La gastronomía más que una técnica y alimentos es también un teatro sensorial donde el emplatado marca el inicio del acto.
Desde la antigüedad: La presentación de los alimentos ha sido símbolo de poder, estética y hospitalidad. En la Grecia clásica los banquetes no sólo servían para nutrir el cuerpo, sino para honrar a los dioses y a los invitados; los romanos llevaban el lujo hasta el extremo decorando los manjares con flores de colores comestibles y colorantes naturales, allí nace y se va refinando el arte del emplatado. Durante el renacimiento, la mesa se volvió espectáculo y en forma un sortilegio, pues se esperaba enamorar al comensal desde antes del primer bocado; en esos tiempos se van formando fuentes talladas en azúcar, aves disfrazadas de criaturas mitológicas, o frutas decoradas con oro comestible.

En Francia: El siglo XVII elevó el servicio y los estándares a la categoría de “arte” con el “service à la française”, donde todos los platos se disponían en la mesa simultáneamente, creando una sinfonía visual. Más tarde, con el “service à la russe”, se impuso el orden, la secuencia y la atención al detalle; cada platillo era servido con intención, ritmo y una narrativa propia, como si orquesta sinfónica estuviera en duelo en contra de un público expectante difícil y silencioso.

En la actualidad: En la alta cocina contemporánea, esa herencia evoluciona en manos de chefs que entienden que comer también es mirar, oler, sentir y vivir cada plato. Ferran Adrià, Massimo Bottura o Dominique Crenn lo han dicho de distintas formas, ‘la estética del plato no es sólo ornamento, sino lenguaje’. El color, la altura, la textura y el contraste son notas de una partitura visual que va anticipando la experiencia gustativa; ‘¡escuchemos lo que nuestros platos cantan!’

El lenguaje del plato: Cada plato cuenta una historia; un emplatado bien logrado tiene un centro de atención, equilibrio entre elementos, armonía cromática y una intención clara. Según la Culinary Institute of America, el ojo del comensal debe guiarse naturalmente hacia el ingrediente principal, con acompañamientos que lo enmarquen cual pintura en museo, sin distraerlo.

El color no es mera casualidad, los tonos cálidos (rojos, naranjas, dorados) abren el apetito; los fríos (verdes, azules, violetas) invitan a la calma o a la sofisticación.

La textura también se ‘lee’, una superficie crujiente sobre un fondo cremoso crea tensión visual y placer anticipado; el emplatar de forma correcta, así como en el teatro, depende de llevar cierto ritmo y entender como dirigir la emoción; la simetría da serenidad, la asimetría dinamismo, los espacios vacíos ‘como los silencios en una obra o canción’ también comunican, en ellos, el chef deja respirar la composición y da lugar a la contemplación.

¡Cuidado!, podrías arruinar tu platillo: Un plato mal presentado puede estropear una gran receta, mientras que uno bien dispuesto puede elevar lo sencillo a lo sublime, como decía Auguste Escoffier, “el arte culinario debe apelar tanto al ojo como al paladar”.

Incluso la psicología respalda esta afirmación, pues estudios de la Universidad de Oxford (Spence, 2013) demostraron que la percepción del sabor cambia según la presentación visual, el color del plato o incluso su forma. Comer es, en efecto, un acto multisensorial.

Pequeños secretos para una gran presentación.

Piensa en capas: Comienza por la base (puré, salsa o guarnición), coloca la proteína o elemento principal con altura y termina con un toque fresco o crocante.

Elige una paleta de colores: Tres tonos bien combinados son suficientes; evita saturar el plato.

Usa la regla del reloj: Imagina el plato como un reloj; entre las 3 y las 9 coloca el acompañamiento, entre las 9 y las 12 la guarnición y entre las 6 y las 3 la proteína.

Controla las porciones: Un exceso rompe la elegancia; el espacio libre comunica precisión.

Juega con la altura y el contraste: Combina texturas suaves con crujientes, opacos con brillantes, redondeados con lineales.
Cuida la vajilla y el entorno: El plato debe dialogar con la mesa, la luz y la intención del menú.
El último acto.

Cuando el plato llega a la mesa, el chef ya no puede hablar, ninguna palabra se escapa más allá de las paredes de su cocina, el silencio del primer vistazo hace temblar hasta al más experimentado, el murmullo del comensal entre choques agudos de cubiertos crea tensión mediática, la mirada del comensal, inexpresivo, nos deja helados, pero de repente, ¡un sonido es emitido!, mm… con eso ya estamos en buen camino.

Servir bien es contar una historia sin palabras y cada platillo, si está bien presentado, deja en la memoria una imagen que perdura más allá del sabor, porque al final, la mesa nuestro escenario, donde el arte, el alma y el apetito se funden en un mismo aplauso; por esas y más obras de arte les deseo buenos días, buenas tardes, buenas noches y buen provecho.

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