Te cuento un cuento / La sabiduría

Pues bien, un día de tantos, así como cualquier día sin importancia mayor, el rey, padre de la preciosa princesa, decidió que había llegado el momento de que su adorada hija y heredera al trono eligiera a su futuro consorte.

Una comisión recorrió diversos países buscando al candidato perfecto para desposar a la joven y futura reina. Pero tuvieron serios problemas para dar con el joven correcto dada las peticiones opuestas del padre y de la hija

-Que sea excepcionalmente inteligente y de belleza aceptable- estipuló el rey

-¡Ah no! Seguiré la tradición de nuestro antepasados –dijo determinante la bella Ana –Que sea principalmente hermoso y de inteligencia aceptable pero no medianamente aceptable, es decir por encima de la media, pero no por encima de mí inteligencia, yo voy a ser la reina y el sólo será rey consorte- agregó convencida.

En fin, un buen día, bueno ni tan bueno para ese pueblo inocente de lo que le deparaba el futuro, Ana ascendió al tronó; toda su vida se había preparado para este día, años de estudios, cientos de preceptores, maestros y filósofos desfilaron por palacio instruyendo, enseñando, explicando, en pocas palabras equipando a la futura mandataria. El día anhelado llegó y de inmediato dio su primera instrucción

-Yo la reina Ana mandato que este país, congruente con sus principios básicos establecidos desde su origen y en correspondencia con estos, ordeno que todo aquello que afecte o demerite el esplendor de estas tierras deberá ser eliminado, desterrado de todos los lugares, sin excepción alguna, del territorio nacional, de los cuatro costados, incluido objetos, animales o personas.

La llamaron la Ley del Barrido de la Fealdad.

Pues eso hicieron los guardianes del orden: desterraron a todo aquello indeseable para la reina, todo lo que alguien sospechara, aunque fuera un poquito, que a la reina pudiera desagradarle, era desterrado inmediatamente, es más, antes que inmediatamente, si era posible.

Así sucedió una y otra vez; jardineros llenos de pastos y hojas, plomeros con sus manos sucias de grasa, barrenderos grises por el polvo de las calles y caminos, carpinteros olorosos a resina, herreros con sus dedos deformados por los golpes con los fierros, técnicos, fámulas despeinadas por el ir y venir, cocineras que olían a cebollas, todos ellos y más fueron desterrados; unos fueron obligados a abandonar el país, pero la mayoría se fue por su propia voluntad, obvio, con todo el dolor de su corazón .

Ana la reina no escuchó razones; consejeros intentaron hacerla recuperar la cordura, pero no aceptó la opinión de nadie. Su esposo lo intentó, pero no lo consideraba lo suficientemente inteligente; siguió con su planes, ni siquiera la falta de ropas limpias en sus aposentos le hicieron sospechar que algo andaba mal, muy mal. En un hecho inédito, algunos miembros de la corte se fueron detrás de sus sirvientes, pues no sabían hacer nada y empezaron a oler peor que chivo, que digo chivo, que zorrillo, eso, peor que zorrillo.

La decadencia fue contundente, el esplendor desapareció casi al mismo tiempo que las personas.

La bellísima reina, culta hasta más no poder, no comprendió que la sabiduría es un don que no hay conocimiento alguno que la otorgue y que en realidad ese es el bien más preciado que todo ser humanos debe buscar como el oro, que todos somos alguien, solo que algunos con más, otros con menos, pero todos somos necesarios e importantes.

De: María Elodia Zurita Argáez

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