El enemigo del que nadie habla

Se transmite igualmente por el aire y es igual de invisible que el virus SARS CoV-2, sólo que lleva con la humanidad desde la invención del fuego y se ha convertido en un enemigo silencioso y cada año más letal desde la invención de la máquina de vapor, a finales del siglo XVIII. Las enfermedades relacionadas con la contaminación del aire -principalmente por la quema de carbón y petróleo- son ya la primera causa de muerte en el mundo, con 8.7 millones, superando a la que ha encabezado la lista en los últimos años: las enfermedades del corazón, con 7.6 millones, y casi multiplicando por cuatro el número de muertos en el primer año de pandemia por COVID-19: 2.1 millones.

El informe, publicado esta semana por la University College London -en el que colaboraron también científicos de las universidades de Harvard, Birmingham y Leicester- corrige dramáticamente al alza los datos del último año analizado, 2018. Ese año, no murieron 4.2 millones de personas de enfermedades relacionadas con la contaminación del aire, como informó en 2019 la revista “The Lancet”, sino más del doble: 8.7 millones.

“Al principio dudábamos de nuestros propios resultados, porque eran asombrosos”, confesó la coautora del estudio, Elois Marais, “pero cuanto más buscamos su impacto sobre la salud más datos preocupantes iban apareciendo”.

La cifra de 2019 podría ser peor, ya que los niveles de dióxido de carbono en el aire no han dejado de crecer, mientras que será interesante conocer la estadística de 2020, año en que durante los meses de confinamiento global, principalmente en primavera, se redujo drásticamente la contaminación ambiental.

El enemigo se llama PM2.5.

El culpable de este inesperada inflación en el número de muertos por la contaminación del aire tiene un nombre: PM2.5, cuya traducción en inglés en Partícula de Materia de un diámetro igual o inferior a 2.5 micras (aproximadamente 30 veces más pequeña que el diámetro de un pelo humano), tan pequeña que penetra fácilmente en las células pulmonares una vez inhalada.

En total, asegura el informe, una de cada cinco personas que murió ese año en el mundo fue causada por la contaminación. La situación es particularmente dramática en China. Uno de cada tres chinos que murieron en 2018 fue a causa de enfermedades pulmonares relacionadas con la contaminación ambiental. Es el precio que pagan los ciudadanos chinos desde hace muchas décadas por el uso masivo de combustible barato -principalmente carbón- para que el país no pierda su condición de “la fábrica más competitiva del mundo”. Esta situación habría seguido así, de no ser porque los economistas del régimen presentaron a los jerarcas comunistas otros datos: El costo en gastos de salud pública, bajas laborales y fallecidos por enfermedades relacionadas con la contaminación aérea ya es superior a la ganancia por el uso de combustibles fósiles.

Otro informe, este de la Universidad de Yale, pone una cifra al costo por la quema de carbón y petróleo en el mundo, también en 2018: 2.9 billones de dólares (más de dos veces el PIB de México) o unos ocho mil millones de dólares al día.

Con estos datos sobre la mesa, a nadie le extraña que el presidente chino, Xi Jinping, independientemente de que sea la cabeza visible de un régimen dictatorial, se presente ante el mundo como líder en el combate contra el cambio climático y proclame que la próxima revolución china será “verde”. De igual manera, independientemente de la condenable censura que impuso Pekín en los albores de la pandemia, en cuanto el gobierno chino entendió su gravedad puso toda su energía en frenar en seco su contagio, al extremo de sumar menos de cinco mil muertos y poco más de cien mil contagiados (menos, por ejemplo, que Honduras).

Por desgracia, no todos reaccionaron igual. De hecho, se hizo evidente en la peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial un patrón de comportamiento preocupante: los líderes que negaron o quitan importancia a la gravedad de la pandemia son los mismos que niegan o quitan importancia a la gravedad del cambio climático y siguen apostando por los letales combustibles fósiles.

El club de los negacionistas.

Tras declararse la pandemia -marzo de 2020- presidentes como el estadunidense Donald Trump, el brasileño Jair Bolsonaro y el mexicano Andrés Manuel López Obrador declararon cosas como: “El calor matará el virus en abril”, “no hay de qué preocuparse, es una gripita” o elevaron los ojos al cielo con una estampita religiosa.

En este año transcurrido, los tres mandatarios -quienes, como era de esperar, se acabaron contagiando- se mostraron más entusiasmados en sacar adelante proyectos como oleoductos, refinerías, trenes y tala de árboles en la selva que en aprobar leyes para una economía basada en las energías limpias y renovables. En vez de dar ejemplo, llevando un simple cubrebocas para frenar la expansión de la pandemia, se llegaron a burlar de los que lo usan..

A la primera oportunidad en las urnas, los estadunidenses echaron del poder a Trump y su sucesor, Joe Biden, no ha perdido el tiempo para reintegrar a EU al Acuerdo de París y hacer obligatorio el uso del cubrebocas. Pero el daño ya está hecho.

La consecuencia de sus actos es sangrante. Estados Unidos, Brasil y México son los países con más muertos: 471 mil, 235 mil y 168 mil, respectivamente.

¿Cuántas vidas se habrían salvado con otros líderes al frente de la crisis pandémica y cuál será el costo futuro de seguir apostando por una economía basada en la energía fósil?

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