Un soldado en cada hijo te dio

La verdadera solución de nuestros problemas de inseguridad y violencia está en cambiar y obedecer la letra del Himno Nacional.

Así cómo provisoriamente Santa Anna le ofrecía a la patria un soldado en cada hijo, cuando algún extraño enemigo intentara mancillarla, debemos hacer una gigantesca leva nacional y convertir a cada mexicano en aguerrido Juan, darle una carabina (o una resortera, si las posibilidades presupuestarias impiden lo primero) y poner un militar en cada esquina.

Justo es decirlo, ya el señor presidente había rechazado tal saturación de soldados en los rincones de la patria entera, pero las cosas han cambiado. Y no lo han hecho para bien.

Los efectivos militares al comienzo de la administración del actual y bienhechor presidente —aun cuando esta palabra sea poca para describir el esfuerzo transformador de un cambio de régimen, de conciencia y hasta de alma en este pobre país– eran, entre Marina Armada, Ejército y Fuerza Aérea, como de 350 mil, cuando mucho.

En aquel tiempo no existía la Guardia Nacional y la corrompida Policía Federal apenas tenía treinta mil elementos.

Hoy la dicha guardia ya ronda los 100 mil y por todo el país brotan cuarteles para ella. Una proliferación sólo superada por las sucursales (aún en proyecto) del Banco del Bienestar y las tiendas Oxxo, cuyos impíos y diabólicos dueños, no pagan la luz. Son perversos.

Sin embargo, la maldad, cuyas raíces son hondas y profundas (como decía Paco Malgesto), no se retira. Los maleantes, traficantes, chantajistas, ladrones, estafadores, tratantes, lenones, y demás rufianes se resisten a comprender el lenguaje de la fraternidad universal al cual nuestro presidente ha convocado no solo a la nación, sino a la humanidad entera.

Y esa resistencia impide el florecimiento del árbol de la paz, pues

el señor presidente se ha comprometido, desde su campaña, a lograr la pacificación nacional y a repartir los abrazos franciscanos, ahí donde los conservadores del neoliberalismo clasista y racista soltaban balazos.

Pero los abrazos no han sido posibles porque si alguien se oculta tras las siglas de un cártel de traficantes, cómo va a ser posible dispensarle la calidez del abrazo fraterno.

A quienes sí se les ha podido abrazar, y eso gracias a su cilíndrico o “entamalado” envoltorio, es a los cadáveres zacatecanos colgados de los puentes, porque no se trataba de cortarles el mecate y verlos caer como costales mortuorios, sino de bajarlos con respetuoso cuidado, lo cual se logra nada más con el abrazo “post mortem”. Y también con una escalera grande y una chiquita. Según la altura.

Por todo eso la Guardia Nacional y los efectivos de la infantería nos van quedando escasos. El remedio es la leva universal.

Si quitamos a los “adultos mayores”; es decir, a los viejos fuera de la edad militar; los muchos enfermos y discapacitados, y a los niños y menores de 18 años (esos no sirven ni para vacunarlos), nos quedan como de 80 millones de potenciales soldados. De esos, retiremos a quienes carecen de manera honesta de vivir. La cifra cae como a la mitad.

De todos modos, un ejército de pacificación de 40 millones de mexicanos, divididos en los dos y medio millones de kilómetros cuadrados de la patria, nos da un número suficiente. De esa extensión territorial quitemos cerros pelones, cumbres nevadas, y charcos.

Esos 40 millones de soldados podrían cuidar la seguridad, capturar delincuentes gracias a su especialización en abrazos paralizantes; repartir tarjetas del bienestar , construir aeropuertos y sucursales bancarias; distribuir medicinas(cuando haya), aplicar vacunas, cortarles el pelo a los campesinos pobres, pizcar elotes, pavimentar caminos rurales, repartir gasolina, vigilar oleoductos, gasoductos y terrenos huachicoleros; construir cuarteles, cortar amapola, poner retenes en las carreteras michoacanas, edificar cuarteles y en sus tiempos libres capar gatos.

Esto último es de extrema importancia para la paz, porque de noche los gatos y las lúbricas gatas chillonas, maúllan con erótica escandalera y no dejarían dormir a los soldados garantes de la pacificación.

Texto de Rafael Cardona

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