“Cuando la mesa se vuelve puente ancestral”

Por: José Ángel ViGo

‘En el murmullo del crujir de un pan de muerto escuchamos el eco de nuestros antepasados, en el humo de una buena salsa tatemada se levantan los rostros de quienes a vivir nos enseñaron; siempre que al tomar chocolate caliente sientas el vapor acariciar tu rostro mormado, recuerda, es la mano de tu abuelita, de tu hermano o de tu padre, familiares que nos han dejado, partieron para jamás volver y ser una estrella más en la noche que recubre y cuida nuestros tejados’.

Cuando llega noviembre y el aire se densa con el perfume del cempasúchil, la cocina mexicana entra en conflicto, no surge por hambre ni por costumbre, sino por memoria. El sonido del molcajete, el hervor del atole, el brillo del papel picado, todo anuncia que los vivos se preparan para recibir a los muertos y que el fogón o estufa se convierte por unos días en altar.

Día de muertos, reconocimiento merecido: En México el Día de Muertos no solo se celebra, ‘se cocina’, en cada olla burbujea una historia, en cada pan resalta una promesa; esta tradición reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2008 tiene raíces que fueron sembradas mucho antes de la llegada de los españoles; en las culturas mexica, maya, purépecha y totonaca ya existían rituales dedicados a honrar a los difuntos donde los alimentos eran ofrenda y mensaje respetuoso. El sincretismo con el catolicismo colonial dio forma a lo que hoy conocemos, seis días en los que mundos chocan y una mesa se convierte en frontera de bienvenida (27 de octubre día de los muertos para mascotas, 28 de octubre para personas que fallecieron de forma muy trágica, 29 de octubre para personas que fallecieron por ahogamiento, 30 de octubre el día de las almas olvidadas, 1 de noviembre nos visitan las infancias y el 2 de noviembre el día más fuerte donde todos los demás llegan a nuestro plano terrenal).

El altar como cocina del alma: El altar de muertos es un banquete espiritual, en sus niveles cada elemento tiene un significado: el agua calma la sed del alma que regresa, la sal purifica, las velas iluminan el camino, el copal limpia el aire, las flores marcan la ruta desde el más allá y los alimentos, que fungen con el papel más importante, pues, son el idioma más poderoso.

Según el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), colocar comida en el altar “es una manera de continuar la relación con los ancestros”, porque a través del aroma y la textura los difuntos “reconocen” su casa. No es casual que cada familia cocine los platillos preferidos de quienes partieron, el mole de la abuela, los tamales del tío, o el pozole que sólo una madre sabía preparar; en la ofrenda el gusto se vuelve recuerdo tangible.

Sabores que cuentan la eternidad: El pan de muerto es quizá el emblema más universal, con su forma circular, representa el ciclo vida-muerte, las tiras en forma de huesos simbolizan los restos de los difuntos, la pequeña bolita al centro de él recuerda la cabeza humana (cráneo) o nuestro corazón, la esencia de azahar recuerda cómo se despidió al difunto entre flores y aromas herbales, y algunos afirman que el azúcar espolvoreada es la dulzura de la existencia y que al comerlo, el vivo y el muerto se reconocen en un mismo bocado.
Leyenda “El hombre que no quiso hacer la ofrenda”: Cuentan en los pueblos de la Huasteca Potosina, que hubo un hombre que se negaba a seguir la tradición, decía que hacer ofrendas era perder el tiempo, que los muertos no comen ni beben. Cada año, mientras los demás preparaban tamales y colocaban velas, él dormía temprano.

Una noche del 2 de noviembre escuchó, entre sueños, una voz que susurraba: “Hijo, tengo hambre…”, se despertó sudando, creyó que era el viento, pero el murmullo se volvió ruego. Al amanecer corrió al pueblo, quiso encender velas, preparar tamales, poner flores… pero ya era tarde. Cuentan que desapareció en el monte, y que, desde entonces cuando alguien olvida poner su ofrenda se escucha un lamento: “No olvides a los tuyos”; la historia recuerda que la comida es más que sustento ‘es vínculo’, y que quien deja de cocinar para sus muertos, deja de cocinar para sí mismo.

El altar se come con los ojos y con el alma: Cada región del país celebra de forma distinta. En Janitzio los purépechas velan toda la noche junto a las tumbas adornadas con pan, velas y atoles; en Mixquic la procesión atraviesa las calles perfumadas de copal y mole; en Yucatán se prepara el mucbipollo, tamal grande de masa colada cocido bajo tierra, también llamado “pib”; en todos los casos la gastronomía se convierte en lenguaje de fe y murmullo ‘los extrañamos (amigos, familiares y mascotas’.

Existe un dato curioso, aunque los vivos comen lo que cocinan, se cree que los muertos consumen la “esencia” del alimento, por eso al día siguiente la comida parece desabrida, pues ha sido compartida con el más allá.

La cocina como altar cotidiano: Podemos pensar que el Día de Muertos sucede una vez al año, pero quizá sucede cada vez que cocinamos con amor, cada vez que preparamos una receta heredada o repetimos una historia junto a la estufa, en ese gesto cotidiano está la esencia del altar ‘el fuego que no se apaga, la memoria que hierve, el corazón que añora el reencuentro’.

Y así, entre cucharas y rezos, México renueva su promesa, ‘los muertos no mueren mientras alguien cocine su recuerdo’, porque cuando la mesa se pone con flores, pan y sal, no sólo se alimenta el cuerpo, se alimenta la memoria, y la memoria, como el buen mole, nunca se enfría; les deseo buenos días, buenas tardes, buenas noches y buen provecho.

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